Aracné

 




                                                                                  I

Soy libre momentáneamente, no hay palabras para describir lo atormentado, inhumano y antinatural de esa acción. La tortura ha iniciado.

Se traza la ruta del suplicio en mi espalda, cabeza, piernas y glúteos: las ardorosas líneas son descargas eléctricas que sacuden mi cuerpo, nacen donde mi piel ya no existe. Ahora es parte de la telaraña.

El dolor me deja sin respiración; incapaz de llenar los pulmones de aire, me asfixio y quedo inconsciente con esa última imagen grabada en mis ojos, la del cielo.


II


            Me despierta el olor a muerte que vicia todo.

Los hilos quedaron debajo de mi pecho, piernas y lo peor… no puedo abrir el ojo derecho, caí sobre él y parte de la mejilla. 

Estoy perdido, además de las heridas auto infringidas, me tortura algo imposible de hacer: repetir el giro que me alejará del centro de la red.

Una vibración en el tejido iridiscente me regresa a la terrible realidad: la monstruosa tejedora ha de volver y en su mirada endemoniada lo vi. Soy el siguiente.

Mientras reposa por la pesadez de su última comida me ha dado la oportunidad de salvarme, pero, es de apetito insaciable y no tardará.

Aunque anticipo la inmolación, recuerdo el sonido de la maldita asesina succionando el interior de la víctima anterior. Ese sorber repugnante y enloquecedor me acompañará hasta el último instante de vida: el hombre no estaba muerto cuando ella sustrajo sus líquidos y órganos internos. ¡Infeliz! Murió un poco antes de que lo dejara completamente seco.

Las estrellas brillan diferente y brindan un consuelo fugaz, que me ilumina en silenciosa plegaria: ¡Quiero sobrevivir! ¡Necesito escapar! A pesar de que el precio por liberarse de la siniestra trampa de Aracné es muy alto, hago un giro más.


III

Este debe ser mi peor día, el mapa del dolor me da un inventario de las disminuciones: las palmas de las manos, grandes secciones de piel del pecho, y una amputación espeluznante, perdí el párpado. El dolor produce una infame hipersensibilidad, siento el cuerpo quemándose de sufrimiento, la mente enloquecida repite el momento exacto en que la tela me arrancó el párpado. Me odio, yo lo provoqué.

Los líquidos que brotan de mí, tal vez el sudor, saliva, fluidos corporales, sangre, emanan un execrable olor que se mezcla con el de la materia muerta alrededor mío.

Casi no me queda piel para llegar a la orilla, pero doy un giro más, estoy resuelto a liberarme de esta prisión de insignificancia. Lo que queda de hombre en mí no se resigna a terminar sin dar pelea por el último minuto de vida.


IV

El giro final me sorprende, el trayecto es sencillo porque la telaraña está cubierta de restos humanos: piel, materia viscosa blanca y roja; también pelo. 

Me repugna sentir cada asqueroso fluido rellenando mis huecos ¡Y esa fetidez! 

Sin embargo, llega el alivio pues, el dolor ha producido un adormecimiento y entiendo que, además esos restos hacen menos adherible la superficie.

El sacrificio de mis hermanos, esa marcha infame de desollados en vida por la odiosa Aracné, han facilitado mi escape.

La dejaré atrás para siempre. 

Sin fuerza, con lo que queda de mí y entre lágrimas observo las estrellas. 

Antes de hacer el salto de fe.


Autora: Karla Carrola




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