De una tarde taciturna



Me remito hoy a la memoria aún clara de una tarde perfumada a Huele de noche, al silencio acentuado por el golpeteo claro, inaudible y llano de unas alas, y al calor sinestésico que de nuevo experimento ante el recuerdo de la luz naranja del alumbrado público que nos robó el nuevo siglo y sus administraciones sintéticas; ultrajadoras de la luna, ladronas del sueño y de la noche, con sus luces antinaturalmente blancas, lastimosa e insoportablemente blancas.

    Fue un instante efímero y escurridizo ante mis intentos —siempre vanos— de esquematización silogística, matemática y temporal.

    Comenzó con el fin de la película que renté para superar la tarde aburrida de verano que se avecinaba cada mañana desde hace un mes, dos meses, quién sabe cuántos días, quién sabe cuántas veces. Cercano ya el final del filme, me quedé quieto espectando y esperando el último corte de cámara, ahora el título que coronaba la obra, ahora una canción, ahora el inicio de los créditos. Uno, dos, tres, cuatro segundos... y después se fue. Noté la ausencia en el cuarto, en la sala, en la cocina eternamente alumbrada, y en el motor del frigorífico que se acababa de detener.

    La luz se había ido.

    Descansé los ojos por las casi dos horas frente a la pantalla y ante el silencio inusual y el advertido peligro de que, al regresar, el voltaje sin regulador fundiera las bombillas, apagué los interruptores sin precipitarme. Ya de pie, me di cuenta de que a pesar que el sol se había escondido hace varias decenas de minutos, y no contaba con linternas ni velas encendidas, no me encontraba a oscuras; había luz; una luz que no terminaba de ser intermitente pero tampoco se podía considerar constante se colaba tímidamente por la ventana y quizá indeliberadamente me ahorraba la molestia de buscar alguna fuente de iluminación auxiliar.

    Sin premeditación alguna —si mal no recuerdo—, abrí la puerta que quedaba a un lado de la ventana alumbrada, y que daba a la calle. Salí, sin hacer ruido, para no despertar a la casa, supongo, porque me encontraba solo. Caminé despacio hacia la calzada, mirando las baldosas que para allá conducían siendo iluminadas por la luz naranja, gentil, cuyo origen se encontraba elevado, a la altura de cualquier farol público, común y corriente, pero que a diferencia de cualquier otro; estaba encendido.

    Llegué a la última de las baldosas y para ese instante ya tenía el fenómeno cara a cara; el último farol encendido en todo el horizonte, situado tan solo a dos casas de la mía proyectaba una luz tan tenue, de verdad tan tenue que alcanzaba ya solamente para iluminar las caras de los vecinos que en la última baldosa de sus casas antes de la calzada, le observaban haciendo completo silencio. Miré sus rostros obsoletos. Volteé de nuevo. Me quedé quieto, Poco a poco se reunieron también las flores y las mariposas nocturnas que advienen a la muerte con su aleo insonoro. Nos quedamos así, sin saber por qué, sin saber nada.

    No se habló nunca del tema, pero tal vez es mejor así.

Toni Godos


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