Par de Reinas

 


─¿Vas a ir o no? ─me preguntaron desde el auto en marcha.

Los miré con desconcierto. En el viejo Volkswagen iban apretujados los cuatro hermanos Reyes que me invitaban a sumarme a la aventura. Su papá iba al volante. Días antes habíamos platicado de esa posibilidad, pero yo todavía no me decidía a correr el riesgo.

Desde hacía tres años nos habíamos hecho grandes amigos. Todo había empezado porque Alf, uno de los hermanos, tocó a mi puerta cuando escuchó que de mi casa salían los acordes de una rola de los Rolling Stones.

─¿Quién está escuchando esa música? ─me preguntó de botepronto cuando abrí el zaguán. Desconcertado por el tono imperativo de su cuestionamiento le respondí que yo y enseguida se puso a hablarme de la coincidencia de nuestros gustos por la banda británica. Fue el inicio de una amistad que se ha fortalecido al paso de los años a través de conciertos, borracheras, pláticas, intercambios de discos y mil cosas más.

En ese momento, sin embargo, debía tomar una decisión. Ellos iban ya rumbo a la central camionera y yo, parado en el umbral de la puerta, debía definirme.

 ─¿Vas a ir o no? ─me volvieron a inquirir.

Volteé hacia el interior de la casa, vi a mi madre lavando los trastes, escuché a mis hermanos jugar en las recámaras. Nadie me veía, así que no lo pensé más, cerré la puerta y me subí al auto.

Pancho, el mayor de ellos, me felicitó a su manera: ─Bien, cabrón, en la vida hay que ser aventado y esto quién sabe si se repita alguna vez.

─No te preocupes por tu jefa, ya que estemos allá, le avisamos ─dijo a su vez Pepe para tranquilizarme.

A mis escasos 16 años, irme de la casa sin permiso para ir a otro estado, era el mayor atrevimiento que había tenido como hijo de familia.

Desde luego, el nervio me consumía, máxime que a mi mamá no le gustaban mis amistades.

─Esos cuatro no me dan buena espina ─me dijo alguna vez cuando discutíamos por mis nuevos compañeros de aventuras.

─Míralos, con esas greñas largas, siempre vestidos de negro, borrachotes y sonsacadores ─decía en defensa de su hijo a quien consideraba un inocente adolescente víctima de los malos amigotes.

En algo tenía razón mi madre: tres de ellos eran adictos al trago; Raúl, el más chavo, no tomaba ni una gota de alcohol. Los otros lo consumían por él.

El caso es que, en el camino, don Faustino hizo una parada técnica para abastecernos de bebidas espirituosas. Decía que le recordábamos sus años mozos y, por eso, siempre fue nuestro cómplice de andanzas.

Era un tipo de una sola pieza. Amaba la música guapachosa, también le entraba con singular alegría a la bebida y nos contaba que, a pesar de la oposición de sus padres, en su juventud le dio vuelo a la hilacha. Por eso, ahora era tan solidario con nosotros.

Así que, muy pronto, entre bromas, tragos de cerveza y rolas que programaban en Radio Capital, una de nuestras estaciones favoritas por aquellos años, mi sentimiento de culpa desapareció. De hecho, el olvido fue la consecuencia primera de mi alegría provocada por esa amarga bebida a la que muy rápido dejé de hacerle el feo.

En la central camionera reinaba el caos. Decenas, cientos de jóvenes, buscaban abordar un autobús que los llevara a la tierra prometida. La razón era simple: ese 17 de octubre de 1981 estaba anunciada, en el estadio olímpico Ignacio Zaragoza de Puebla, la presentación de una Reina, una monarca a la que le daban vida Brian May, John Deacon, Roger Taylor y Freddy Mercury.

Como pudimos, abordamos el autobús y el camino fue una bacanal. Todos cantábamos mientras las bebidas rolaban profusamente; algunas parejas aprovechaban para demostrarse cariño en tanto que otros ya resentían los signos de la batalla etílica. Unos más aprovecharon para quemarle las patas al diablo.

─Zacatito pa’l conejito ─gritó más de uno.

Luego del Festival de Avándaro en 1971, y las experiencias previas del 2 de octubre de1968 y el 10 de junio de 1971, el gobierno les tenía miedo a las concentraciones juveniles. Por eso, el rock en México estaba cuasi prohibido. Las tocadas de los grupos nacionales se realizaban en paupérrimos espacios que Parménides García Saldaña tuvo a bien bautizar como hoyos Funky y grupos internacionales llegaban a cuentagotas.

Por eso el alboroto. Miles de rockeros anhelaban desfogar sus ansias contenidas. Y el anuncio de la visita de la reina, fue el pretexto ideal.

Allí, afuera del estadio, miles de jóvenes, hombres y mujeres, pero también adultos y hasta niños, hacían filas inmensas en espera de que se abrieran las puertas para ingresar al recinto.

La desorganización era evidente. Tanto las autoridades como la gente evidenciaban su inexperiencia en estos menesteres. Nadie sabía qué hacer. Ellos tardaron en dar acceso al inmueble, en tanto que nosotros, acicateados por el intenso calor y los efectos de las cervezas, perdimos la paciencia.

Aquello era un polvorín que sólo necesitaba una chispa para explotar. Y surgió por un rincón.

“Por-ta-zo, por-ta-zo”, gritaban al unísono decenas de jóvenes. Unos, desesperados ya por tantas horas de estar formados; otros, que, sin boleto, advertían ahí su oportunidad para entrar al concierto.

El caso es que se armó la gresca. Los chavos empezaron a empujar y empujar; en inferioridad de fuerzas, la resistencia policiaca comenzó a ceder, hasta que llegó la orden de replegarlos a como diera lugar. Entonces, con gases lacrimógenos y a macanazo limpio los echaron para atrás.

Para ese entonces, los alipuses ya habían hecho mella en mí y como las filas estaban tan compactas, me quedé dormido en plena formación. Por eso, apenas y me di cuenta del desmadre que se armó. Cuando reaccioné, un par de cuicos me llevaban a la patrulla.

Alrededor de las nueve de la noche, en lugar de estar frente al cuarteto inglés escuchando We Will Rock You o Bohemian Rhapsody, me encontraba recostado en un sucio cartón que intentaba mitigar un poco el frío pavimento de los separos del Ministerio Público donde muchos jóvenes fuimos a dar luego de la revuelta afuera del estadio.

─Me cuidan a este cabrón, no me lo dejen solo. Cinco se van y cinco quiero que regresen ─les había dicho su papá a los hermanos Reyes.

Así que luego del concierto se dieron a la tarea de localizarme y cerca de la 1 de la mañana me encontraron. Pagaron la multa y emprendimos el viaje de regreso.

Mi frustración era por partida doble. No sólo no había visto a Queen, sino, además, en casa, la verdadera reina, me esperaba furiosa.


Mario Rojas R.


Comentarios

  1. ¿Cuestión de hormonas? ¿Osadía irreflexiva? ¿Respuestas inducidas? el cuadro pareciera una situación de la que se espera armar experiencia. Quizá la narración, trata de conectar con multitud de situaciones-figuras de antes y después, más complejas y hasta más significativas, pero ahí queda algo vivido, como impulsos y como evocación en la memoria. :-)

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    1. Creo que es la mirada de un adulto sobre lo que hizo de joven, como todo resultó bien puede verlo con aprecio y como un buen recuerdo.

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