CAMBIO DE PIEL




Desde que llegamos, estás indiferente, tan cambiado, tu piel se ha vuelto fría, húmeda, áspera. Evitas mirarme, ya no hay caricias, ni sueños en común, no me escuchas. Soy como un fantasma que deambula entre cuartos viejos llenos de polvo y humedad; un adorno roto, tan alejada de todo y de quienes me puedan salvar.

Odio esta casa donde acordamos estar unos cuantos meses mientras juntábamos dinero para comprarnos algo propio. El tiempo se detiene justo aquí, han pasado años. Jamás he sentido este sitio como mío, es de ellos y al parecer, tú lo heredarás. Te escribí una carta porque no me atrevo a hablarte de frente: “Por amor todo lo he aceptado, porque te creía y aún en el fondo de mi corazón, deseo confiar en cada una de tus palabras, de las promesas hechas cuando solo contábamos tú y yo. Tantas veces he intentado infundirte confianza, hacerte saber que podemos solos, sin ayuda, pero los escuchas más a ellos, siempre a ellos”.

No duermo, estoy alerta al seseo, al sonido del cascabel, a veces lejano, otras tan cerca. Dejo la puerta atrancada mientras tú no estás. Los pisos viejos rechinan y la oigo deslizarse suavemente como si estuviera ahí para escuchar mi respiración.  Ni siquiera me atrevo a gritar, ¿para qué? Mi voz se perderá como un lamento lejano. He dejado de salir de mi habitación, en los pasillos quedan abandonados sus restos, su muda de piel. Se azotó contra el vidrio cuando cambié los colores de las paredes. Destroza los girasoles que tanto amo, los mordisquea. Tú y ese animal rastrero parecen hablarse, hasta imagino que se ponen de acuerdo. Tantas veces te he pedido que nos vayamos o que me dejes ir, pero no estás dispuesto a permitirlo. Ya me aclaraste que yo los tengo que atender y debo darte muchos hijos, para eso dices que estoy aquí. Te muestras harto, gritas, tus ojos parecen dos frijoles negros saltones que se tornan amarillos.

Intento huir, pero la víbora está enroscada obstruyendo la puerta principal, erguida, dispuesta a atacar. Tomo una silla para evadirla, pero como un dardo incrusta sus colmillos en mi brazo. Alucino, los enormes candelabros de la sala y el comedor se mueven haciendo resonar los cristales como si la casa fuera azotada por un ventarrón. De pronto, los escarabajos que adornan los candelabros descienden, se multiplican. Me acechan, hay uno que parece muy lindo, se me acerca, lo quito de mi cara que permanece estampada contra el piso. Lo tomo entre mis manos, noto que tiene el vientre hinchado, lo suelto, crece y crece hasta partirse en dos cual cascarón de huevo, de sus entrañas salen dos escorpiones que me muestran su cola imponente, se esconden en las grietas de las paredes.

Llegas, creo que me salvarás porque me acompañas hasta mi cuarto, esperas que pase algo, me preguntas si me siento diferente, te desilusionas de mí porque no cambio. Duermes, yo no puedo, escucho los chasquidos de los alacranes, no sé dónde están, pero seguro muy cerca. A la mañana siguiente te levantas, veo tu muda de piel en la cama, me rehúso a creer lo que eres en realidad, desaparecieron tus manos, tu cuerpo ahora es escamoso, frío. Me desafías, pido clemencia, que me dejes ir.

Permites que la víbora entre a la habitación, los escorpiones salen de su escondite y me orillan a brincar por el balcón hacia el vacío. Moribunda, observo mi cuerpo sin manos ni pies, me deslizo, escucho mi cascabel, vienes al rescate.

Mónica Herrera


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