Margaretha, hoy serás libre
Cerrar los ojos es abrirlos para ver la noche
Shakespeare, Comedia de las equivocaciones
Con la mirada puesta al sur, por encima de los soldados que forman el pelotón
de fusilamiento, oyes al teniente que dirige la ejecución. Su voz plana y
monótona evoca la eternidad; uno a uno menciona los cargos por los que te
encontraron culpable. Para no entrar en pánico, traes a tu memoria el recuerdo
de la tortura a la que fuiste sometida, con la que obtuvieron tu confesión; sólo
así pudiste detener el suplicio. Sabes que es preferible morir antes de pasar otro
día a manos de tus verdugos. Te serenas. La luz del amanecer navega perezosa
entre las ramas de las acacias y los cedros; las hojas se desprenden y la siguen;
como tú, terminarán en la tierra en pos de un sueño.
Meses atrás, al ingresar a la prisión de San Lázaro, alcanzaste a leer uno
de los epígrafes inscritos en el dintel de la puerta principal: “El traidor no es
descubierto hasta que la máscara se le cae”. Con mirada compasiva, el abogado
que llevaba tu caso te decía que nadie podría acusarte de alta traición, si acaso
de revelarle al enemigo la misma información publicada por los diarios
parisinos. Pero la guerra, esa loba hambrienta, necesitaba héroes que le dieran
lustre a los gobiernos en pugna, y villanos a quienes responsabilizar del
desastre. Tú, Margaretha, fuiste, sin saberlo, la mano que años atrás tiró los
abalorios que sellaron tu destino.
En la soledad de tu celda, aprendiste que las amistades forjadas en el
resplandor del éxito son tan fugaces como castillos de arena. Nadie te fue a
visitar: ni tu exmarido, ni tu hija, ni tus hermanos; ninguno de los amantes que
sucumbieron a tu exótica juventud. La única persona a tu lado fue Sor
Dominique, quien estuvo contigo todos los lunes, incluso hoy, el día de tu
ejecución. Ella te enseñó que detrás de cualquier apariencia hay un resplandor
que no se ve con los ojos del cuerpo.
Un día, el fiscal que te acusaba, iracundo porque no firmaste la
declaración que te presentó, dispuso que fueras sometida a un suplicio infalible:
impedirte dormir. Te llevaron a un calabozo desierto donde recibías baldes de
agua helada cada vez que cerrabas los ojos. No hay tormento más cruel que
obligar a una persona cansada, con sueño, a mantener los ojos abiertos. El
insomnio forzado te hundió en los sótanos de la locura. De esas mazmorras
surgió la voz estridente de tus delirios.
Los celadores, que debían mantenerte espabilada, escuchaban atentos las
historias de tu pasado grandioso, cuando tenías el mundo a tus pies. Supieron
que tu nombre artístico era Mata Hari, Ojo del día; sol en malayo, extraña
lengua de un remoto país, donde viviste desde muy joven y en el que aprendiste
las danzas balinesas y las técnicas amatorias orientales que te encumbraron
como la gran cortesana de Europa. Durante una década fuiste el sol en que los
políticos y las celebridades ardieron.
También se enteraron de que, unos meses antes de tu captura, visitabas
con frecuencia los elegantes salones del Paseo de la Castellana en Madrid,
donde servían el más delicioso pastel de queso relleno de zarzamora o la mejor
tarta con mermelada de uva y helado de vainilla que jamás habías probado. Cada
trozo de galleta, cubierta con crema batida y azúcar glas, depositada en la
lengua, era una embestida de sabores; la mezcla masticada, al atravesar la
epiglotis, semejaba el paso de un ejército victorioso cruzando el Arco del
Triunfo en la Place de l’Étoile. Les confesaste a tus incrédulos guardias que no
hubo en tu vida un beso más amoroso que el roce discreto en tus labios de los
pasteles de chocolate austriaco.
Al séptimo día de tormento, no sólo hablabas de tus recuerdos más
queridos; surgió desde tu interior una segunda voz que contestaba, contradecía,
reprochaba y se reía de la primera. El diálogo que se dio entre tus voces
demenciales era como la conversación entre dos viejas amigas que a ratos
fraternizan y luego se detestan. Aun así, hubo un instante de lucidez en que las
lunáticas dieron paso, en el proscenio de tu mente, al dolor que atenazaba tu
cuerpo. Entonces, decidiste que era preferible morir a seguir sufriendo; no
habría mayor victoria en tu vida que la muerte liberadora y su pendón, el batir
de dos alas camino al paraíso.
El teniente de voz cancina termina de leer los delitos en tu contra. El
sonido de la última palabra reverbera repetidamente en el aire. Al hacerse
imperceptible, el silencio es total, no en tu interior: Margaretha, hoy serás libre.
Terminarán los dolores, los tormentos. ¿Qué ocurre al cerrar los ojos por
última vez? ¿Despertamos a la vida o nos disolvemos en la noche eterna? De
pie, atada al cepo, bajo la lluvia de hojas anaranjadas, amarillas y rojas, diriges
la vista al sur, sobre los cascos azules de los militares.
No quieres ver cómo el teniente desenvaina la espada. Sabes que es la
señal para que los soldados empuñen sus armas y concluya el redoble de
tambores. Pronuncia con solemnidad las tres palabras con que suelen decirles
adiós a los sentenciados: “Preparen”, percibes al unísono la carga de la única
bala en los doce fusiles; “apunten”, te resistes a ver los rostros de los soldados;
la espada desciende del cenit y escuchas con claridad la orden: “¡fuego!”
Tus párpados apagan todo a su paso. Las pestañas, al reencontrarse por
última vez, sellan cualquier abertura por donde pueda colarse la luz. Luego, la
noche.
En el instante previo a tu partida, eres capaz de percibir cada uno de los
minúsculos detalles alrededor. Ves el mundo como suspendido: la bala de cada
fusil percutida por el martillete, la pólvora que estalla, el gas que se expande y
el proyectil que atraviesa la recámara. Comprendes por qué las ralladuras en
diagonal dentro del cañón hacen girar la bala. Sale de la boca del fusil y detrás
de ella, con impaciencia, la nube de gases calientes se dispersa en el aire. Ahora
las cosas son tan claras.
Tus dedos se crispan. Las uñas se aproximan a las palmas, vencen la
resistencia de la carne. Por un instante, los átomos de calcio pasan a través de
los estratos de tu epidermis. Una hebra roja tiñe tus uñas.
Te das cuenta de que el metal de la munición se acerca con arrogancia al
pañuelo blanco sobre tu abrigo negro. No hay lugar para el diálogo. Las
moléculas de tu ropa, al rendirse, se dividen; forman un camino por el que
avanza el invasor. Tu piel lo saluda disponiendo una brecha en forma de herida;
no quedan defensas. El grito “¡No pasará!” del orgulloso tórax termina en un
estallido de astillas. Tu corazón no opone resistencia, se entrega al proyectil en
un abrazo fraterno.
El bosque de Vincennes te verá partir. Es el teatro en que los disparos
resonarán por mucho, mucho tiempo. De los doce clavos ardientes, sólo cinco
traspasarán tu carne: una bala en cada extremidad y una más, la pica de
Longinos, en el centro del pecho.
Comentarios
Publicar un comentario