La Navidad de la Abuela





Señorita no puedo comer, lo que pasa es que no tengo dientes. Sí, ya sé que en el cajón del buró está mi dentadura, pero no la voy a sacar y ahorita le voy a decir por qué. Me dijeron que usted viene como voluntaria; ojalá no le guste el chisme, porque de cualquier manera no espere que hable mal de mi vecina, sus razones tuvo para dejarme aquí. En esta casa me tratan bien, convivo con gente vieja como yo y ahí la llevo, ratitos a pie y ratitos andando, voy pasando el día a día…sí, sí extraño a mi familia, no le voy a decir que no, pero pues mire, siempre me esforcé porque a mis hijos les crecieran las alas y ahora no me voy a azorar de que echaran a volar y cada uno agarrara su rumbo. Sólo mi vecina viene de vez en cuando y me trae noticias de mis dos hijos y mis nietos que viven en San Francisco. Fíjese que …señorita… No se vaya, mire, le voy a contar. ¡Ah! Eso le iba a decir. No, no está rota, ni chueca. ¡Que esperanzas! Fíjese que dentaduras tuve varias, una me sacó ampollas. ¡Y la que me hizo una llaga! Todas me mantenían en un grito, no, puras calamidades, pero cuando me puse la dentadura que está en el cajón del buró, todo fue diferente, mi vida cambió como de la noche al día, pude comer de todo y mi digestión siempre a tiempo, como relojito. No me daba lata, bueno, de vez en cuando alguna travesura; de pronto me mordía un dedo o jugaba a las escondidas, la dejaba en el baño y aparecía en la cocina o se tapaba con una servilleta y se echaba un clavado al bote de la basura. Oiga señorita pero eso no fue todo, al paso del tiempo empezó con sus rebeldías. ¡Hágame usted el favor! De pronto, sin razón alguna empezaba a castañear y no era que tuviera frío, ni miedo, lo hacía nada más para llamar la atención. Pero…oiga...señorita…tengo que aclararle algo, le platico todo esto porque quiero pedirle que por favor le eche una llamadita a mi vecina. Si le digo a la enfermera que necesito hablar con ella, lo único que voy a lograr será una sonrisa insípida, o un ajá con los ojos para arriba como queriendo disimular que no hará nada. Pero usted sí me va hacer caso. ¿verdad? No puedo sacar mi dentadura del cajón del buró porque tantito así y me muerde. No me lo va a creer pero se volvió muy majadera conmigo, me obligaba a mantener la boca abierta para que me tomara la medicina. Me hacía abrir los labios para que a la fuerza le cepillara los dientes y toda coqueta, sin pizca de pudor, quería enseñar... hasta las encías. Cuando se fueron mis hijos, yo lo acepté con bastante sosiego, pero mi dentadura se mantenía cerrada a piedra y lodo, aferrada a no abrir ni para comer. Sí, fueron terribles aquellos tiempos de apretar y rechinar los dientes. Y ahí la tiene usted de la crisis a la desesperanza, de la desesperanza a la crisis, tocó fondo. Hasta que al fin como que reaccionó cuando yo iba en el Metro y quién sabe por qué me dieron un golpe en la nuca y ella fue a dar allá abajo, hasta los meros rieles del tren. Pero mire usted como hay gente buena en este mundo, me ayudaron a rescatarla y ahí me tiene, bañándola con lechuga para que se le bajara el susto. Al fin de cuentas también de eso salió muy campante, sin desgastes ni chuecuras. Cuando pensé que después de la tormenta había llegado la calma y la cordura, porque mordía bocados chiquitos, masticaba despacio: creí que así prudente y discreta iba a ser para siempre, que viene la visita de un compañero y que le pido, así a escondidas, en un susurro, que le hablara a mi vecina y me dijo que no podía, porque estaba prohibido; sin decir agua va, que le muerde una oreja. ¡Válgame! No sabe la vergüenza que me dio. Toda sonrojada pedí disculpas y en cuanto el hombre se fue, la castigué:  ¡Ándele! ¡Al cajón oscuro y sin comer! Y pues lo único que logré fue que se volviera brava. Apenas abro una rendijita del cajón se lanza contra mí como si tuviera rabia. De veras, mire mi brazo, esto me lo hizo el otro día que estaba desprevenida. Ahora tengo estas pinzas a la mano para defenderme, porque si no, me avienta unos tarascazos como si yo me lo mereciera. Y eso sí que no, señorita, no se lo voy permitir…por favor no insista… por mi seguridad, pero sobre todo porque se ha portado mal, ahí se va a quedar hasta que aprenda a ser educada. Pero…señorita… hágame un favor, háblele a mi vecina, ojalá a usted sí le conteste, mire, aquí traigo apuntado su número, márquele, es que ella sabe cómo comunicarse con mis hijos, para que les diga que ahora en Navidad, no me manden regalos, urge que vengan, los quiero abrazar de verdad. Sí, que vengan esos canijos a ayudarme a domar esta fiera con dientes que tengo encerrada aquí adentro, porque en cualquier chico rato va a estallar; que vengan antes de que la furia se congele y se vuelva un dolor tan grande que de ninguna manera lo pueda soportar.

Irma Ramírez


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