El cisne incomprendido

 


Llevo más de media hora escondida en el baño, apenas me asomo sin que nadie me vea, observo de reojo a los invitados, ya están de pie, esperando con ansias el momento de saltar a la pista, disfrutar la música en vivo del conjunto en turno. Por fin se escuchan los primeros acordes de “Amor, amor, amor, quiero que me vuelvan a mirar tus ojos…” Los novios abren pista y en unos cuantos minutos no cabe nadie más, todos amontonados, pero felices, luciendo sus mejores pasos, todos excepto yo.

     Sé que no puedo permanecer toda la noche tras los muros, me escondo hasta de mi pareja, no me gusta bailar y menos con él. Pensar en el baile, me produce de inmediato una excesiva sudoración, palpitaciones a mil por hora, un intenso temblor en piernas y manos. “Amor, amor, amor, quiero volver a besar tus labios rojos…”  Observo a los bailarines en movimiento, las caderas contonearse sincronizadas, en armonía, con complicidad. Vuelvo a la mesa, ahora por fortuna vacía, intento pasar desapercibida, mientras espero aterrada el instante en que alguien me pregunte: “¿Bailamos?”

     Tal vez este miedo a todas luces absurdo comenzó cuando tenía seis años. Mi mamá me inscribió en una escuela de ballet. El calvario iniciaba con el chongo: El cabello estirado hacía pasar mis ojos por oriental, mientras los pasadores se clavaban como agujas. El tutú, las zapatillas y las mallas me parecían un disfraz de princesa o de una muñeca. No entendía ese ritual tan significativo para quienes viven y gozan el ballet. La academia estaba sobre Francisco Sosa. Todavía cuando paso por esa larga calle empedrada, vienen a mi memoria las imágenes detrás de ese enorme portón de madera que se abría para recibir a sus jóvenes alumnas. Para mí, todo formaba parte de una rutina tediosa: Llegar, estirar, plié, relevé, jeté, barra. Mirarme largo tiempo en los espejos enormes, percibir el olor a madera, mientras el maestro repetía las mismas notas una y otra vez. Recuerdo los techos altos, el crujido de la duela al ponerme en puntas y luego bajar los talones, intentando no perder la línea. Sin embargo, lo que más disfrutaba era la hora de la salida porque recibía como premio por haber asistido a las lecciones, un dulce, casi siempre una paleta roja con sabor a cereza y menta. ¡Eso sí era un placer inmenso!

De pronto un ligero toque en el brazo me saca de mis recuerdos. Un hombre valiente estira su mano y con timidez tomo la suya. ¿Cómo decir: “no, gracias”? Acepto por compromiso y para no parecer aburrida, pero sufro. “Cómo no acordarme de ti, de qué manera olvidarte si todo me recuerda a ti, en todas partes estás tú…” Obsequio a mi compañero el primer pisotón de la noche, veo todo el tiempo sus pies, trato de imitar sus pasos. Percibo su incomodidad, no sabe si mover primero el pie derecho o el izquierdo, esboza una sonrisa, intentando no reírse. La canción se hace eterna: “Si en una rosa estás tú, en cada respirar estás tú…” Hasta que por fin dice: “¿Quieres sentarte?” Yo un poco apenada, pero complacida por la conclusión del martirio, acepto gustosa y veloz la invitación para regresar a mi lugar.

         Recuerdo el último día que fui al ballet, a mi mente vienen flashazos, era mi madre quien se daba vuelo contando esa “inolvidable presentación”: Lo narraba como una situación incómoda, bochornosa. Era mi primera actuación en público, asistieron tíos, abuelos y por supuesto, mis padres. El salón estaba repleto. Mis compañeras llegaron con sus familiares, algunas señoras elegantes y encopetadas. Tal vez no entendí la importancia del evento. Cuando la música del Lago de los cisnes comenzó, la inspiración vino a mí. Se inició un gran crescendo desde el piano con redoble de tambores, mientras se escenificaba la muerte de Odette. Mis brazos y piernas cobraron una fuerza extraordinaria. Me transformé en un hermoso cisne rosa, color de mi atuendo de principiante. Estiré las piernas con gran amplitud, girando infinidad de veces por el salón con una enorme sonrisa en el rostro.  Al terminar la demostración, todos aplaudían. Mis abuelos y tíos me dieron muchos besos, pero mi madre dijo entre grandes carcajadas: “Fuiste la única que hacía lo que quería. No seguiste un solo paso”. Así desistió en su afán de convertirme en bailarina, jamás me llevó de regreso a ese lugar, pero tampoco puedo decir que lo extrañé, aunque sus palabras todavía resuenan en mi cabeza.

         Desde ese instante, el baile se convirtió en un tormento, como si mi cuerpo y mi alma se hubieran desconectado de la música. Las cosas no mejoraron con el tiempo, mi pareja no disfruta bailar conmigo ni yo con él. ¡Ay, ya me vio y quiere que bailemos! Me dice: “Ven”, al compás de “Si besando la cruz estás tú, rezando una oración estás tú, cómo te voy a olvidar…” Me toma por la cintura con rigidez, sube mis manos a sus hombros. “Es así”, impone. Yo sólo atino a seguir “el ritmo” de sus pies. Siento miradas inquisidoras, tengo miedo de terminar en el piso al no controlar mis tacones de más de diez centímetros o estrellada contra una mesa por la fuerza con la que me hace girar. Puedo oír los cuchicheos, las risas o eso imagino. No coordinamos, no hay complicidad, ni magia, ni sensación de compartir un momento único. Soy un muñeco de trapo sin voluntad, hasta que tomo el valor necesario, lo aviento con fuerza para que me suelte. “¡Te juro que nunca más vuelvo a bailar contigo!” Le grito en medio de un silencio repentino e incómodo. Regreso a la mesa temblando, con ganas de escapar.

         De pronto, la música cambia de ritmo, por fin suena: “Te salgo a buscar y no te puedo encontrar, ya tus amigas me han dicho por qué…”. ¡Ahora sí, háganse a un lado! Como magia, olvido el mal momento, corro hacia el centro del salón ante el asombro de los invitados, canto a todo pulmón, sonrío, conecto mi cuerpo con una de las mejores etapas de mi vida, los años ochenta, cuando iba a tardeadas con mis primos y bailaba lo que yo quería; siempre y cuando moverme fuera a mi propio ritmo, suelta, lo hacía a la perfección con: “Yo no voy en tren, voy en avión…” o “Ella durmió al calor de las masas y yo desperté queriendo soñarla…” Aún escucho los aplausos, recuerdo la fila de admiradores formados para demostrarme sus habilidades. Así, fui la bailarina más codiciada de aquellas soleadas tardes, hasta gané un concurso, lucí mis mejores pasos y vibré con todos los sentidos. Me convertí en el cisne que reaparece en la pista cuando puede ser libre, como en este instante, un cisne de colores, despeinado, sin zapatos, que sacude la cabeza con fuerza, dando vueltas por todo el salón y “…de aquel amor de música ligera, nada nos libra, nada más queda, nada más queda”.

Mónica Herrera


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