La carta de San Valentín
A sus 16 años, Angélica soñaba con conocer el amor, saber si era verdad que el corazón le latiría tan fuerte cómo le platicaban algunas de sus compañeras de la secundaria. La joven, por su parte, veía tan lejano el momento en que algún muchacho se fijara en ella. Era imposible escapar de su soledad, con dificultades tenía un puñado de amigas, casi no iba a reuniones donde pudiera conocer otros chicos. Rodeada de libros de texto, música ochentera y de una madre estricta, poco afectuosa. Sus conocidos apodaban a Angélica “Cara de plato” por su forma redonda. Odiaba sus varios kilos de más y las marcas de acné en su rostro. Evitaba verse en los espejos, excepto cuando bailaba horas en su habitación, amaba moverse de un lado a otro al compás de la música, pero jamás en público, pues se consideraba torpe.
Angélica
decidió aceptar la invitación de una amiga del colegio para participar en el
coro de una iglesia; espacio que se convirtió en el único momento de recreación
para aquella joven quien no cantaba muy bien, pero se sabía la música religiosa
que le enseñaron en la escuela. Un día,
un excelente día, al estar en el ensayo del coro, él apareció ahí. Se llamaba Román,
eran de la misma edad. Angélica lo supo desde el primer instante, era a quien
esperó siempre: Encantador, flaco, alto, un poco desgarbado de piel clara y
ojos brillantes. A ella le gustaba que la hiciera reír, siempre con un chiste o
una puntada graciosa. La joven quedaba pasmada ante las ocurrencias de Román
quien tampoco era un buen cantante, pero se divertía de lo lindo cuando a media
misa, el sacerdote lo miraba de reojo frunciendo el ceño, mientras el resto de
sus compañeros del coro lo callaban con un ¡Shhh!
El
tiempo fue transcurriendo, como un río desbordado, Angélica se convenció del
sentimiento que tenía hacia Román. Él en repetidas ocasiones, manifestó su
atracción por las chicas de complexión robusta como Angélica, así ella no
sentía vergüenza de su cuerpo con él, ni de sus senos y caderas grandes. Comenzó
a arreglarse, con su copete levantado más allá de la altura de la cabeza,
peinada con los tubos de su madre, kilos de spray y esa ropa suelta,
parecida a un camisón de noche.
Con
el paso de las semanas y la convivencia después de los ensayos del coro, entre
Aleluyas y Aves Marías, Angélica fue llenándose de impaciencia, Román no daba
ninguna señal de querer convertir su amistad en algo más. Parecía ser el único
que no intuía sus sentimientos. Ella lo soñaba despierta o dormida, su
imaginación le permitía ver el día en que Román por fin, le diera un primer
beso y la tomara de la mano para no soltarla nunca.
Un
día, cansada de esperar, aprovechando que estaban en vísperas del 14 de
febrero, Angélica organizó un juego como amigo secreto. En una caja de zapatos,
de forma anónima cada chico y chicas colocaran una carta dirigida a algunos de
los miembros del coro a quienes desearan decirles algo con motivo de San
Valentín. Era el pretexto perfecto, así Angélica le dedicó una carta a Román, pero
sin remitente. Tal vez nadie le haría caso, pero para su sorpresa, la idea fue
bien recibida por los integrantes del coro, excepto por Román, quien desde un
principio le dijo a Angélica:
̶ Bueno,
no escribas, pero quizás alguien te escriba a ti. ̶ Le contestó la chica con una
sonrisa ligeramente coqueta.
Llegó
el 14 de febrero, Angélica sacó una a una las cartas de la caja, fue
repartiéndolas, pero no vio ninguna para ella, dejó la más especial hasta el
final, la que había escrito para Román, se la entregó, bajando la mirada. Él se
fue a un rincón para leerla: “Román, no sé si te has dado cuenta, pero eres el
chico más divertido, provocas todas mis sonrisas. Me olvido de los días tristes
cuando estás junto a mí. Ojalá sientas lo mismo que yo, me gustaría ser más que
tu amiga”.
Román
miró en todas direcciones, intentando encontrar a la aprendiz de escritora a
quien él le provocaba esos sentimientos. Mientras tanto, Angélica escondida
tras una columna de la iglesia, solo con la intención de ver cómo reaccionaba.
Pasaron
los días, las noches, la joven se arrepintió de no haber puesto su nombre en la
carta, pero en el fondo, la abrumaba la certeza de no ser correspondida, o Román
era muy lento o un completo tonto como para no saber quién lo veía más encantador
que a Mel Gibson.
Pero
una tarde, él cerró la puerta de la salita donde ensayaban. Ella repentinamente
se vio a solas con él, lo cual la tomó por sorpresa. Román sacó la carta de un cajón
y de forma directa le preguntó.
̶ ¿Tú
escribiste esto?
Angélica
al verse descubierta y segura del rechazo de Román, retrocedió un paso.
̶ No,
no fui yo. -Sus cachetes se pusieron rojos, un incendio la invadía por dentro,
se tapó el rostro con el cabello para que él no pudiera notarlo.
̶ ¿No?
Juraría que es tu letra.
̶ Pues
no sé quién la escribió. ̶ Agachando la vista, salió corriendo de la habitación, aunque
ella lo esperaba, Román, no intentó nada, ni un beso, ni una caricia, no la
detuvo, dejó que se fuera.
Jamás
volvieron a hablar del tema, quedaron como amigos. Angélica se resignó a ver
cómo Román se hizo novio de una de sus mejores amigas y luego de otra y de otra
más. Sufría en silencio, amargada, arrepentida por no haber afrontado ese
momento donde por lo menos hubiera sabido qué pensaba Román de ella, aunque
estaba convencida de que todas sus amigas eran más bonitas o inteligentes, por
eso él las prefería. “No soy suficiente”, le confesó a su diario.
Transcurrieron
los años, cada uno tomó su camino. Él se casó, tuvo un hijo. Angélica por su
parte, también formó una familia con un esposo siempre ausente, rodeada más de amarguras
que de momentos felices, resignada a ser invisible.
Angélica
y Román, se olvidaron el uno del otro, pero un buen día, entre cachivaches
arrumbados, Angélica encontró la caja de zapatos, ¡sí, la misma! Reconoció el
papel decorado con corazones que usó para forrarla. La agitó, para su sorpresa, no estaba vacía,
¡nunca la revisó! Porque según ella, nadie le escribió ese día del intercambio.
Pero ahí, sin duda alguna, había una nota con su nombre escrito en el sobre. Seguramente
alguien la puso después, pensó. Con la impaciencia de una niña, cerró la puerta
del cobertizo para que nadie la interrumpiera, se sentó en un rincón para
leerla: “Amiga secreta, también me gustas, te veo en el salón de ensayos”. Angélica
guardó la carta con un sabor tan amargo en los labios, como esperar a que una
fruta madure y cuando por fin la muerdes, ya está rancia. Solo le quedó
imaginar, cómo hubieran sido los besos, las caricias. A pesar del inmenso vacío,
con el paso del tiempo, el recuerdo permaneció en ella como un tenue destello
de luz, un brillo que solo puede dar la primera ilusión.
Autora: Mónica Herrera |
Ay no, sigo sufriendo este cuento, es tan lindo, pero tan amargo a la vez, diablos ! Porque no abrió la cajita antes...me siento triste.....pero es una hermosa lectura... me cautivo
ResponderBorrarEntonces ya no habría cuento, pero de verdad, es una manera de recordar lo que te toca vivir o atreverse a ser más aventurera, a buscar por uno mismo las oportunidades.
BorrarMuy buena historia Moni! Felicidades por tus historias. Ya quiero leer más historias tuyas 😉
BorrarSi esperemos que pronto tengamos otra historia de Mónica, gracias por leernos.
BorrarMe encantó, Dios mío que dolor esperar con ansias ese amor y perderlo así no puede ser
ResponderBorrarTal vez eso nos han hecho creer sobre el amor, sin embargo uno puede reescribir sus historias.
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