El DIABLO

 

Por Patricia Bermúdez

para la sección "Escritor Invitado" 


Corro  hacia el lugar donde atoramos la embarcación en la que cruzamos el río que separa nuestra vivienda del pueblo. Esto es un decir,  porque el pueblo todavía queda a media hora caminando; yo soy muy ágil para correr y tardo menos tiempo, por eso voy a casi todos los mandados, con mayor razón hoy que necesitamos un doctor para mi hermanita. La pobrecita ha sido enfermiza toda su vida, mamá cree que nació embrujada. La llevaron con curanderas  que le rezaban mientras le frotaban el cuerpo con un huevo, otras veces le pasaban un manojo de ruda y la bañaban con agua bendita que el cura del pueblo trajo para ahuyentar el demonio; le dieron a tomar todos los remedios que le ofrecieron,  ninguno logró sacarle el diablo. Seguía metido en su pequeño cuerpecito esquelético y débil. A sus cinco años apenas logra balbucir algunas sílabas. Yo me he encargado de cuidarla desde pequeña, pues mamá corta yerbas medicinales del monte, luego las vende en  la plaza del pueblo para darnos de comer. Papá se fue en busca de trabajo y no regresó. De eso hace ya un buen tiempo. Cuando estoy con mi hermanita,  el diablo no le sale, pienso que es porque le cuento las historias que oigo en el pueblo, para entretenerla, para que conozca más del lugar en el que vivimos. Le he enseñado a jugar, como  tiene dificultad para caminar, la ruedo por la lomita. No le da miedo, al contrario, se suelta a reír y yo también disfruto, porque aquí estamos solos hasta que mamá termina de vender y regresa con la comida. Mamá  sirve los platos en la mesita, pero yo como hasta que mi hermanita se termina todo lo que le doy en la boca, porque si yo no le doy, mamá le deja el plato en el suelo; dice que al diablo no se le tienen consideraciones. Yo creo que por eso ella empieza revolcarse y a llorar,  rasca la tierra, coge lo que le cabe en el puño y la lanza a ningún lado, entonces empieza a emitir gritos y gemidos, a escupir y a jalarse los cabellos.

     Mamá se angustia, va por un lazo, le amarra de pies y  manos y le tapa la boca con un paliacate. Yo siento muy feo y me pongo a silbar para distraerla. A ella le gusta mucho, sólo así se empieza a calmar. A veces pienso que el diablo también es bueno, porque mi hermanita dice que sólo a mi me quiere y me lo demuestra, hace todo lo que le pido y conmigo sonríe y  juega. Hoy nada de esto funcionó,  antes de que mamá le atara las manos, mi hermanita le escupió la cara y empezó a revolcarse en el piso, a patear y a arrojar tierra a todos lados, luego la cara se le empezó a poner de color morado, ya no quería respirar; la sacudí de los hombros y le grité que se tranquilizara, luego se dejó caer con la mirada perdida. Fue entonces que mamá me dijo que corriera a traer al señor cura y al doctor que nunca antes trajo, por falta de dinero. El consultorio está en la parte trasera de la iglesia; es un cuarto pequeño con un estante lleno de medicinas. El doctor es un señor serio, platica poco, se limita a garabatear un papel en el que te dice qué debes tomar y con un movimiento de mano te invita a salir. Ahora la mala suerte me acompaña, pues un candado en la puerta me dice que el doctor  no está. Corro a la iglesia para avisarle al padrecito, quien me recibe con una sonrisa que se le congela cuando le digo a qué voy. ¡Qué desgracia, hijo! Me toma de la mano y nos subimos al auto compacto y viejo del padrecito. Él nos ha ayudado mucho desde que estamos solos, mamá lo busca cada vez que lo necesita, porque sabe que contamos con él. Lo malo es que en el carro no podemos cruzar el río y tenemos que subir a la embarcación.  Apenas cruzamos y los dos corremos rumbo a la casa, antes de que oscurezca. Mamá ya está esperando en la puerta, angustiada se abraza del padre. Entramos y mi hermana está tirada en el piso, con la cara manchada de tierra y los ojos desorbitados, por su boca escurre saliva. Ahora me parece que en lugar del diablo, ella se asemeja más a un ángel,  porque tiene una sonrisa que nunca antes tuvo. Me hinco junto a ella y empiezo a llorar a su lado, tomo sus manitas frías y me recuesto en su pequeño vientre. No sé cuánto tiempo he estado así, lo que nunca olvidaré es que cuando, al volver la mirada, mi madre abrazada al cura, le dice: Al fin terminó  nuestro pecado.

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