El reloj despertador


Sergio Sierra 

           El silencio de la noche era roto por el lejano eco de una sonámbula ciudad y el fiel tic tac del viejo reloj despertador.  Me esforzaba sin éxito por conciliar el sueño; no podía dejar de pensar, aún de pensar en no pensar; mi mente no era capaz de relajarse después de un excitado día. 

El caminar del reloj me era cada vez más consiente y cada vistazo a las fluorescentes manecillas me hacía concluir que su movimiento era cada vez más lento. Fue entonces que me llegó a la mente un pensamiento: era el miedo el que me inquietaba, un miedo que amenazaba tornarse en pánico.

No supe si al fin logré conciliar el sueño o si el tiempo se detuvo o simple y llanamente transcurrió tal cual. Era de mañana, me cambié de ropa y rápidamente salí a caminar por la casa. Todos estaban dormidos, solo un cuervo negro se asomaba desde afuera hacia la casa por una ventana, aun cuando lo sentía dentro de ella.

Me vinieron recuerdos de la noche anterior, de la charla familiar sin mi presencia. Ellos no querían que yo supiera, me sentían tan débil, tan susceptible. Nadie supo que los escuchaba, al tiempo que percibía una sensación conocida dentro de mí, pero no por ello menos extraña: el miedo. Pronto supe que en realidad era pavor, pavor por lo que escuché de aquella charla familiar.

Desde la infancia me impresionaron mucho las historias de brujas y duendes, pero ahora de joven mis temores se concentraban en algo más abstracto: el demonio, Lucifer, Satanás o la Bestia, como se le ha venido exhibiendo en la cinematografía del terror. La idea de que el poder maligno, con un rostro similar al nuestro, invadiera y poseyera un cuerpo humano me hacía caer en un frenesí incontrolable.

Mi miedo fue en aumento al tiempo que escuchaba aquella conversación familiar. Recordé los rostros de mis padres y hermanos a lo largo de aquella charla, los rezos de mi abuela, los rosarios y los crucifijos. Era claro, una tragedia sucedía en casa. La bestia había entrado en nuestro hogar y amenazaba poseernos, sobre todo a mí que era el más débil.

Me vino entonces a la mente una argumentación muy lógica: si existe el mal existe el bien; si existe la Bestia, existe Dios.  Me arrepentí al instante de todos mis pecados, herejías y ateísmo, mientras corría a mi habitación en busca del crucifijo que desde niño guardaba como regalo de mi madre. Llegué al lugar indicado y ahí estaba. Lo tomé firmemente llevándolo a mi pecho, tratando de recordar las oraciones de mi primera comunión, pero solo logré balbucear algunas frases del Padre Nuestro.

Fue entonces que me di cuenta de que en mi propia habitación estaba el Mal, la Bestia. ¡Por qué yo! Por qué un ser tan insignificante como yo debía ser su víctima, su posesión. Sabía que estaba detrás de mí, que buscaba licuarse con mi espíritu, poseer mi cuerpo, mi mente y mi devenir.   

Comencé a correr y a gritar. No sabía por qué nadie se despertaba, nadie acudía a auxiliarme. ¿Acaso todos estaban poseídos, todos estaban muertos? Comprendí que no tenía escapatoria y mi corta vida transcurrió en un instante por mi mente.

En ese momento recordé el crucifijo que aún llevaba en mi mano y me di valor para enfrentar a la Bestia con aquel símbolo del Bien.  Me detuve, respiré hondamente y volví mi rostro resuelto a enfrentarlo; sin embargo, al instante me horroricé ante lo que mis ojos me revelaban. Aquella fuerza maligna, aquel poder omnipresente que me amenazaba tenía un rostro: mi propio rostro.

Todo el ambiente fue invadido por un sonido ensordecedor y una luz que lo llenaba todo. Jadeante y mirando mi rostro sudoroso en el espejo de la habitación, estiré el brazo para detener el mecanismo del reloj despertador.


 

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