Huellas

Jazmín García Vázquez


Coloqué el mantel con delicadeza y comencé a distribuir la comida y los adornos. Me permití imaginarlas encantadas, disfrutando la bienvenida que les había preparado, pero las lágrimas comenzaron a gatear en mi rostro cuando me planteé la posibilidad de que no recordaran el camino o peor, que no quisieran regresar. No soporté seguir ahí y subí a mi habitación. Él no llegó esa noche.

Al día siguiente, cuando bajaba para dirigirme a la cocina, me quedé inmóvil a la mitad de las escaleras. No lo podía creer, los juguetes que había colocado estaban en el piso, bajo la mesa donde ellas solían ocultarse. La ofrenda estaba desordenada y había pequeñas huellas de lodo en el suelo. Salí de la casa y noté la tierra mojada, debió haber llovido toda la noche. Él llegó y me preguntó qué había ocurrido.

—¡Ellas vinieron, Alfredo!

—¿Quiénes?

—Nuestras hijas, Ana y Ema, estuvieron aquí anoche —respondí llevándolo hacia la ofrenda.

—Estás enferma. Desde ese día no dejas de fastidiarme con tus tonterías, ¡déjate de escenitas estúpidas, actúas como loca!

—¡Tú tienes la culpa! —grité desesperada—. ¡Tú las mataste!

—¡Cállate! —exclamó aventándome contra la pared.         

Después un par de golpes, para asegurarse de que en serio me callara.

—Más te vale no volverme a hablar así, ¿entendiste? Fue tu culpa, no soportas saber que eres la peor madre porque no supiste mantener vivas a tus hijas. Me largo y cuando regrese quiero que hayas quitado esa maldita ofrenda.

Ambos tuvimos la culpa. Ese día llovía y los gritos saturaban la casa. Su aliento a alcohol, el mío a tristeza. Sus manos rasposas, echadas a perder a propósito para estropear al golpear, incluso al acariciar. Sus celos infundados, como mi amor hacia él. Y cuando amenazó con llevarse a las niñas lejos de mí, ellas salieron corriendo. Les grité para detenerlas, pero él comenzó a golpearme hasta devolverme al lugar donde había pertenecido desde que estábamos juntos: el suelo.

Después de un rato se cansó y decidió salir. Pensé que iría a la cantina o con su amante, en ambos lugares su mierda era celebrada e incluso alimentada. Al verlo partir por fin pude respirar con libertad, tardé unos instantes en levantarme y fui a lavarme la sangre para salir y buscar a mis hijas. Seguí sus huellas hasta el río y vi parte de un vestido flotando. La lluvia había hecho que el agua subiera y corriera con más velocidad.

Hay diversos tipos de dolor, el peor pertenece a una madre que pierde a sus hijos, pues los ve llegar al mundo con la única esperanza de no verlos partir. Cuando sacaron sus cuerpos, mi vista se nubló, ya no eran mis hijas y yo nunca volvería a ser su mamá.

Comencé a retirar algunas cosas de la mesa, pero me detuve. No podía, de alguna forma todo lo que había colocado las llamó, las trajo de nuevo a mí. Volví a acomodar el altar y maquillé mis golpes; no quería que me vieran así, aunque claro, sólo así me recordaban. Creí que él no regresaría hasta el día siguiente, pero llegó a media noche y comenzó a tirar todo, arrojándolo contra las paredes y contra mí. Yo permanecía quieta, viendo cómo las volvía a matar; entonces recordé que ya no podía perder nada. Sabía que no ganaría, pero no me importó: cada golpe me acercaba más a ellas y me alejaba de él.

Desperté a la orilla del río, aturdida. Caminé de regreso a casa y al entrar contemplé de nuevo la ofrenda; ellas estaban ahí, jugando bajo la mesa. Sonrieron entusiasmadas al verme entrar. Lucían hermosas, vivas. Me acerqué a ellas y las abracé.

—¿Cómo es posible? —pregunté llorando.

Entonces lo entendí: ahí estaba también mi fotografía. Otra vez era noviembre y comencé a recordar todo. Él me mató y arrojó mi cuerpo al río. Pero eso había pasado hace un año, yo había regresado a este mundo por el altar que ahora también estaba dedicado a mí.

Conozco un alma que vive atormentada; pertenece al hombre que coloca la ofrenda para nosotras. Ese ser ruin y desgraciado se esmera cada noviembre y se encierra con sus fantasmas, soportando las luces que se prenden y apagan, las huellas en el suelo, el frío y los susurros. Lo soporta y vive con eso cada año sin ser capaz de sentir miedo, sólo culpa.


Comentarios

  1. Está impresionantemente, increíble. Me gustó muchísimo, tiene una fluidez, una escritura amarga, una facilidad para transportarte y ser un espectador inmerso en los hechos.

    ResponderBorrar
    Respuestas
    1. Hola Daniela, soy una de las personas que coordina el Taller de Narrativa GestaCuentas motivo de este blog. Estoy completamente de acuerdo con lo que comentas sobre el cuento de Jazmín, quien colaboró con nosotros para esta publicación. Cuando leí el cuento pude ver la imagen de la narradora cuando descubre que está muerta y vuelve a recordar lo que sucedió hace tiempo.

      Te invitamos a seguir nuestra página y blog; y seguir comentando nuestros cuentos.

      Borrar
  2. Respuestas
    1. Me alegra que te haya gustado. Lo haré llegar a la autora

      Borrar

Publicar un comentario

Entradas más populares de este blog

Zumbido en el vacío

Prioridades

Par de Reinas