La venganza de una pequeña desconocida
La venganza de una pequeña desconocida
Ruth Pérez Aguirre
--¡Estoy harta de esta comida! ¿Pensarán
que soy de plástico y que puedo alimentarme de porquerías?
--Ni modo, amiga, es nuestro destino;
debemos aceptar que la gente de ahora no sabe comer y considera estas piltrafas
como alimento.
--Luego, que no se quejen de los dolores y
las molestias, incluso cuando tapan sus conductos y los revientan. Pero, claro,
como tú eres tan grandote estas cosas te tienen sin cuidado.
--No creas, yo también padezco cuando
trago pedazos muy grandes que me echan sin ninguna consideración. Diré como tú:
¿Me creen un depósito de basura donde pueden tirar todo lo que se les dé la
gana?
--Pues yo, ya no aguanto más, he pensado
hacer algo que les dé una buena lección. Acércate y te lo diré, no quiero que
nadie se entere.
--¡No! ¡No puedes hacer eso, amiga!,
causarías una verdadera desgracia de consecuencias impensables.
--¡Pues no me importa!, tengo ya hecho mi
plan y de ahí nadie me sacará.
--Para mí, mejor sigue trabajando con lo
que tienes y deja de hacer rabietas. Estamos aquí para algo específico y
debemos cumplir con ese cometido, sin chistar.
--De veras, me parece increíble que siendo
así de grandulón resultes tan cobarde.
--Mhhh, te daré un consejo: deja de
quejarte y haz tu trabajo, no sea que te oigan y quieran sacarte de aquí por…
--Ay, cuánto miedo me das. Para que lo
sepas, no me interesa tu argumento, si quieren sacarme de mi trabajo sería la
cosa más fascinante que pudiera pasarme.
Ese viernes, como siempre, Mariela tuvo
una fiesta hasta altas horas de la noche. Comió todo cuanto encontró a su
alcance, hasta hartarse, porque ese día, por salir tarde de la oficina, no pudo
tomar sus alimentos, por eso aprovechó a desquitarse sin pena alguna. El sábado
aún se sentía satisfecha pero no le importó; debía ir a una comida familiar,
cumpleaños de una prima, y por la noche estaba pendiente su consabida ronda de
tacos con los amigos.
Al llegar a su casa, tomó un baño, una
pastilla para dolores fuertes, y se fue a dormir con un severo dolor de
estómago, lo usual los fines de semana. A las tres de la mañana no aguantó más
y, a gritos, llamó a su mamá. Salieron corriendo al hospital. El diagnóstico
las dejó paralizadas: debían extirparle, de urgencia, la vesícula.
Comentarios
Publicar un comentario