El Entierro

La oscuridad es tan eterna
y persistente como la vida 



No voltearé por el retrovisor, por más que me coman las ansias. No sé en qué pensé al tomar este camino, pero era tarde y no había otra.

    Aún me tiemblan las manos y me cuesta concentrarme. Respiro profundo e intento poner orden a mis ideas. Es imposible que una mujer esté sola por estos parajes, no hay urbanizaciones y son las cuatro de la mañana. Las luces del carro la iluminaron por completo. Una mujer robusta, de vestido y cabello largo, estoy seguro. No quise ver más. No hizo seña alguna. De pronto salió de la arboleda y se quedó allí sin más, al pie del camino. ¿Qué hacía en ese lugar? Cerré los ojos, ahora recuerdo. No voy a detenerme, pensé: es absurdo creer que se pudiera subir, pero con todo no intenté parar el auto. El frío me recorre la espalda y se mete hasta los malditos huesos.

    Dios, no entiendo por qué me suceden estas cosas. Vuelve lo mismo, lo que pedí con todas mis fuerzas olvidar. Fue hace años. Juré no revivirlo, pero lo traigo como un hierro que lacera mi corazón. Las cosas sucedieron así:

    Un día una vecina me detuvo para preguntarme por mi esposa, me dijo que se veía terrible. En ese tiempo Sonia se encontraba muy enferma, le habían diagnosticado diabetes. Le confié que cada día su peso iba cuesta abajo y que los médicos no hallaban solución. Ella, muy quitada de la pena comentó que se veía a leguas el trabajo que le habían hecho, <<¿un trabajo>>?, inquirí incrédulo, como si no tuviera idea. Siempre hice oídos sordos de esas supercherías. No era una pregunta, pero me explicó que alguien le quería hacer daño, no quiso decir más.

    Fuimos donde me recomendó, con Doña Geo. En cuanto entramos supo nuestro problema. Dijo que no podía decir quién mandó a hacer el trabajo ni quién lo hizo; también nos advirtió que si queríamos venganza mejor fuéramos a otro lado. Por supuesto no me interesaba dañar a nadie. Pero nos aseguró que podía ayudarnos. <<El trabajo es muy bueno>>, comentó con envidiosa admiración. <<Las consecuencias pueden ser graves si no se actúa rápido y bien>>, remató.

    Cuando me respondió que no me preocupara por el pago entendí que la idea de un chantaje era errónea. Nos hizo una lista de materiales: pétalos, cosas personales de Sonia y, lo más difícil, cinco cirios bendecidos en igual número de iglesias. Lo que nunca me imaginé fue que los sacerdotes tuvieran tanta experiencia en estas prácticas. Ninguno falló en preguntar el motivo de los cirios bendecidos, me exigieron hasta el santo y seña. Me sentí como un hereje con su sambenito. Tuve que mentir descaradamente: dije eran para un velorio.

    Con la lista completa Doña Geo nos indicó que debíamos recorrer el mismo camino que ellos. No entiendo cómo, pero en la ruta pasamos por casa de mi exesposa, luego por la de una vecina que yo sabía era yerbera, una mujer robusta, entrada en años. No me sorprendió tanto la segunda como la primera: Ruby; nos quisimos mucho, pero lo nuestro no funcionó; creí que para ambos era claro. ¡Cuánto odio puede crecer en el corazón humano!

    No recuerdo con claridad, pero después nos dirigió al panteón de San Lorenzo Tezonco. Doña Geo venía en la parte trasera rezando, tenía los ojos semicerrados y se golpeaba el pecho con unas yerbas de un olor penetrante, por decir lo menos. En mis noches de insomnio viene esa pestilencia insoportable y, como maldición, la certeza de que hay cosas que nunca terminan.

    Al llegar, sacó un espejo y nos indicó que tuviéramos cuidado: <<puede que los vigilantes no nos permitan trabajar>>, susurró igual que un rezo porque sus palabras eran casi inaudibles y nuestros pasos tan lentos como una procesión.

    No comprendí lo del espejo y menos vi la luz que dijo aparecería al encontrar el entierro. <<¿cuál entierro?>> A cada momento entendía menos, el vértigo de los acontecimientos me arrastraba, como si me dejara caer en un barranco y no hubiese donde detener mi cuerpo cada vez más pesado.

    Llegamos al pie de una tumba, el día declinaba o el cielo comenzaba a nublarse, ya no estoy seguro. <<Aquí estás nena>>, dijo con ternura, mirando un montículo de tierra apenas perceptible. Del morral, que además de los cirios traía quién sabe cuántas cosas, sacó una cuchara grande. No cavó más de veinte centímetros cuando apareció una bolsa negra de plástico. Alcancé a distinguir hojas secas, una muñeca de jirones de trapos, piedras, escapularios y otras cosas informes, bañado todo en un viscoso líquido oscuro. Del fondo extrajo una fotografía: era Sonia, tenía el cabello recogido y una sonrisa que iluminaba su joven rostro. Hacía tanto que no la veía tan linda. No pude evitar las lágrimas.

    Nos dirigíamos hacia la salida, de pronto dio vuelta, pensé que para evadir a dos personas que nos seguían desde que llegamos. Cuando reparé, estábamos en una capilla abandonada y una cruel idea se posesionó de mí: creí que era el fin. Recuerdo que intenté ver el rostro de la Doña, quizá para leer sus intenciones: me pareció descompuesta. Se me figuró que tenía la piel del mismo color viscoso del líquido y Sonia el rostro de la muñeca de trapo, ¿entonces yo quién era?

    Vació la bolsa y el olor putrefacto que inundó el espacio me hizo volver el estómago. Quise gritar, pero no había sonido; las voces como ecos amortiguados y las imágenes en blanco y negro, me arrojaron en una espiral. Mi rostro una gigantesca mueca. El tiempo se dilataba: se estiraba y contraía, como un cuerpo plástico que se debate entre la luz y la oscuridad. La Doña intentaba arrastrarme, luego reaccioné con sus golpes y con gran dificultad me instó a colocar los cirios en cruz: <<tú debes ponerlos>>, alcancé a escuchar. Los prendimos. Rezamos y sentí que algo arrancaban de mi alma. Quizás el dolor me hizo gritar con todas mis fuerzas.

    De pronto, un ventarrón nos sacudió y la capilla quedó suspensa: un pesado silencio y una oscuridad absoluta se apoderó de todo, sentí que el líquido viscoso nos tragaba.

    Doña Geo me sacudió y tomé una bocanada de aire, como si me sacara de un agujero. Me gritó: <<¡gracias a los guardianes nos salvamos!>>, tres veces lo repitió. Apenas puedo recordarlo, quedé exhausto.

    Como si una nube hubiera ocultado los sucesos mis recuerdos me traicionan. Le he preguntado a Sonia y ella me dice que no sabe de qué le hablo. Luego de se recuperó: le mandaron medicamentos y ganó peso. Pero esa mujer salida de la arboleda me trae de nueva cuenta esos infames recuerdos.

    Acelero para llegar a casa; estoy preocupado. Va amaneciendo. Mientras más lo pienso más desconcertante parece todo. ¿Qué hacía esa mujer al pie del camino?, salió de la arboleda justo en el momento en que pasaba por allí. Mi mente y mis ojos evadieron su figura. Algo traía en las manos que no consigo ubicar en la imagen de mi memoria.

    Tengo un terrible presentimiento. Fuera de mi casa todo parece tranquilo. Me estaciono, quiero cerciorarme de que Sonia se encuentre bien.

    Allí, allí enfrente está esa mujer: robusta, de vestido y cabello largo, ¿qué lleva en las manos? ¡No puede ser: cinco cirios…!

Autor: Guillermo Torres



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