La herencia de Leona


                                                                             

Leona Vicario
Mis acciones han sido siempre libres....

Me persuado que así serán todas las mujeres,

excepto las muy estúpidas y

a las que por su educación tengan ese hábito,

contraído también por muchos hombres.

Leona Vicario



Una voz femenina retumbó en la Sala de Audiencias eclipsando al resto, que mayormente eran de encono. La guerra de independencia había terminado y el país continuaba con el pie izquierdo los últimos días de 1821, y seguiría así hasta casi finalizar el siglo.

Durante la guerra y posterior a ella pocos sabían quiénes eran “Los Guadalupes”, incluso se les consideraba un mito. En ciertos círculos se conocía su existencia, pero no la identidad de sus miembros. A ellos pertenecieron tanto gente común como encumbrados personajes de la sociedad novohispana, inconformes con la precaria situación de una España invadida por Francia y un rey apresado.

En los expedientes de la santa inquisición, abolida un año antes, aún se hallaba el de Leona Vicario, en donde se evidenciaba su apoyo a las viudas de los patriotas, la compra de armas y el envío de una imprenta para la difusión de las ideas libertarias; las cartas incautadas que aseguraron su reclusión en el Colegio de Belén en 1813; su posterior fuga con ayuda de los insurgentes; la confiscación de sus bienes; el nacimiento de su hija en 1817 en condiciones miserables; y su rendición en 1818.

Esos gritos salidos de su pecho recordaban el generoso apoyo a la causa insurgente antes de que el Virrey confiscara su herencia.

Las voces en contra aducían que su participación había sido inspirada por el amor a Andrés Quintana Roo, que se unió al movimiento desde sus inicios. Pero el punto más importante y álgido del asunto era su solicitud, esa petición tan audaz y que no pocos condenaban de alevosa. Sin embargo, siendo su esposo un excelente abogado pudo romper barreras jurídicas y políticas, y anudar ayuda de miembros distinguidos de la nueva sociedad.

Al escapar del convento donde se encontraba presa al ser descubierta su adhesión al movimiento, el año de 1813 marcó su destino: sacudió su vida de privilegios, rompió el lazo con las autoridades virreinales y renunció a la clase social a la que pertenecía.

Todos los argumentos se esgrimieron en la Sala de Audiencias. Hasta allí, iba bien. Las nuevas autoridades y el pueblo celebraban sus desventuras y hechos heroicos. Sin embargo, cuando la Señora Vicario de Quintana Roo demandaba que se le restituyera su fortuna, aquello se convertía en una cena de negros.

Ella, con su indómito carácter y su fortaleza de espíritu, arremetía con furia e intentaba imponer sus inteligentes argumentos ante aquel público que la abucheaba, pretendiendo minimizar sus acciones como si solo hubiesen sido impulsos locuaces de una joven enamorada. De poco valían sus desventuras al andar a salto de mata con Morelos y luego continuar firme cuando todos querían que la guerra terminara; cuando al Siervo de la Nación lo fusilaron y la causa parecía perdida en 1815.

La junta concluyó que su herencia había sido confiscada por el virrey, por lo que la petición tenía procedencia. El hecho se reducía a una devolución de bienes y no a la compensación por el apoyo a la causa. Sin embargo, el gobierno provisional de aquellos inicios independientes no tenía fondos disponibles, ni por disponer.

No había recursos: la misma coronación del Primer Emperador de México en 1822, se realizaría con joyas prestadas; muchos capitales españoles habían salido ante la locura de “matar gachupines”, la administración de las aduanas estaba quebrada y, por si fuera poco, era inminente una invasión española. Por tanto, la pregunta crucial era de dónde saldría esa cuantiosa cantidad sin agravar más la situación y sin solicitar un préstamo, porque también existían compromisos impostergables con otras naciones. Se acordó tomar un receso para que la sala y los ánimos se ventilaran.

Al salir del recinto Leona y Andrés estaban claros que sería complicada la restitución de su herencia. Albergaban pocas esperanzas. En el camino cruzaron la plaza de armas y el mercado del Parián, céntrico lugar donde se comerciaban mercancías traídas de Filipinas por la Nao de China: bienes de lujo como enconchados, lacas, arcones, piezas de carey y de plata. Sus clientes eran las más distinguidas familias de la Ciudad.

Esa normalidad, reflexionó Leona, no cambió un ápice luego de once años de guerra, de miles de muertos y huérfanos y viudas, de pueblos arrasados sin misericordia. Recordó los días de su infancia cuando visitaba estos lujosos comercios y, luego, las batallas en donde los cuerpos descuartizados, los fétidos humores nauseabundos y los gritos de dolor encarnaban un terrible infierno. Los recuerdos removieron sus entrañas y su espíritu dolorosamente.

Fuera de este suntuoso recinto la plebe se abarrotaba para pedir limosna. De lejos distinguió al arriero que le ayudaba con las misivas en sus primeros años de insurgencia. Con la mano estirada solicitaba una misericordia, “…por el amor de Dios”. Se acercó y sin hacer porque la reconociera; entregó todas las monedas de que disponía.

─ Mujer, no tenemos dinero y tú lo regalas -le increpó su esposo. No terminó de hablar cuando sintió la dura y recriminatoria mirada de Leona.

II

Ella no regresó más a la Sala de Audiencias. Andrés continuó los trámites. En 1823 les asignaron una casa en la Ciudad y una hacienda pulquera en Apan. Los ataques e insultos principalmente de antiguos realistas reacomodados, se hicieron menos frecuentes en los siguientes años. En contadas ocasiones ella respondió a las injurias; pero desapareció de la vida pública. Su esposo continuó con encargos en los subsecuentes gobiernos.

Aún en 1836 apoyaron con víveres en la guerra de los pasteles. Seis años después entregó su espíritu y la nación terminó de perder a una Leona cuando más falta hacía: los primeros años de vida independiente, quizá del siglo entero.


Autor Guillermo Torres Soto




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