Jazmín García Vázquez Coloqué el mantel con delicadeza y comencé a distribuir la comida y los adornos. Me permití imaginarlas encantadas, disfrutando la bienvenida que les había preparado, pero las lágrimas comenzaron a gatear en mi rostro cuando me planteé la posibilidad de que no recordaran el camino o peor, que no quisieran regresar. No soporté seguir ahí y subí a mi habitación. Él no llegó esa noche. Al día siguiente, cuando bajaba para dirigirme a la cocina, me quedé inmóvil a la mitad de las escaleras. No lo podía creer, los juguetes que había colocado estaban en el piso, bajo la mesa donde ellas solían ocultarse. La ofrenda estaba desordenada y había pequeñas huellas de lodo en el suelo. Salí de la casa y noté la tierra mojada, debió haber llovido toda la noche. Él llegó y me preguntó qué había ocurrido. —¡Ellas vinieron, Alfredo! —¿Quiénes? —Nuestras hijas, Ana y Ema, estuvieron aquí anoche —respondí llevándolo hacia la ofrenda. —Estás enferma. Desde ese día no dejas ...
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