Niño sicario

 


¿Sabes qué traigo aquí?
le preguntó el joven flaco y desgarbado que lo miraba con insistencia.

Ambos iban sentados uno enfrente del otro en esas filas largas de asientos de un vagón del metro semivacío que se enfilaba hacia la estación Martín Carrera.

Rubén entendió que se dirigía a él porque vio su movimiento de labios y esos dos ojos que parecían pequeñas canicas negras lo miraban fijamente.

 Con una mueca de fastidio y sin prisa alguna se quitó los audífonos que traía puestos y a su vez cuestionó: ¿Qué?

El adolescente, cuyo rostro moreno y aniñado denotaba que aún no alcanzaba la mayoría de edad, agitó de nuevo esa caja que llevaba en su par de grandes y huesudas manos.

Por el sonido hueco pero pesado que se produjo al bambolearla, Rubén intentó mentalmente imaginar qué había ahí adentro.

Pero no tuvo tiempo para mayores cavilaciones, pues su joven vecino de viaje lo cuestionó de nuevo.

¿Sabes qué traigo aquí?, inquirió con malicia, y esta vez de inmediato respondió él mismo: Es la cabeza de un cabrón al que me acabo de chingar.

Rubén sintió un escalofrío recorrer todo su cuerpo. Instintivamente pensó en levantarse y cambiarse de lugar, ir a otro de los tantos asientos vacíos. También tuvo la intención de ignorar a ese cabrón que ni siquiera conocía. Pero no hizo ni lo uno ni lo otro. Se quedó petrificado en su sitio.

En cambio, miró detenidamente el tamaño de la urna de cartón que sostenía aquel individuo y con un movimiento mecánico volteó a ver a los pocos pasajeros que a la casi medianoche ocupaban el servicio de transporte.

Concluyó que, en efecto, en esa caja bien podría estar la testa de un individuo. Tenía las dimensiones necesarias y cada que se ladeaba se oía un sonido pesado y duro que rebotaba en las paredes de cartón.

        Posó la mirada en su interlocutor y esta vez lo escrudiñó con más detenimiento.

      Parecía drogado, pero de inmediato desechó ese pensamiento pues odiaba caer en los absurdos estereotipos que etiquetan a la gente de acuerdo con su apariencia. Entonces se fijó en su límpida mirada que denotaba cierta ingenuidad y un dejo de ansiedad.

         ¿Será cierto lo que dice este hijo de puta?, pensó para sus adentros. No creo, si es casi un niño, trató de convencerse en un intento por recobrar la calma, pero luego recordó que meses antes por televisión había visto la noticia del asesinato y descuartizamiento en pleno centro de la ciudad de dos pequeños de 12 y 13 años metidos en el mundo del narcotráfico, y a los cuales un hombre transportaba en un diablito de carga.

         En este pinche país de mierda todo es posible y la realidad siempre supera a la ficción, se dijo con evidente enojo y resignación.

       Para hacer más llevadero el trayecto, infinidad de veces había tomado el tiempo que el metro tardaba en llegar de la estación La Villa a Martín Carrera, y sabía de sobra que eran solamente dos minutos, 120 segundos que, sin embargo, esta ocasión se le habían hecho eternos.

Ese gusano naranja que corría a más de 70 kilómetros por hora, esta vez parecía un elefante reumático que se desplazaba con enorme dificultad.

¿Quieres que te enseñe lo que traigo aquí?, volvió a la carga ese escuálido joven con cara de niño.

¿Qué le respondo? Y si es cierto que trae lo que dice, ¿será capaz de sacar su macabro cargamento y mostrarlo aquí enfrente de todos?

          Una vez más volteó a ver a los demás pasajeros. Serían acaso diez o 12 personas dispersas en el vagón. Unos iban dormidos, otros sumidos en sus pensamientos y ninguno parecía estar atento a lo que ellos platicaban.

Lo miró con insistencia y reflexionó: ¿Qué pensarán los asesinos antes de llevar a cabo su crimen? ¿Tendrán sentimientos? ¿Dormirán bien? ¿Su conciencia estará tranquila luego de cometer una atrocidad semejante? ¿Alguna vez se arrepentirán de lo que han hecho?

        Las preguntas se agolpaban en su mente. No podía concebir que este chamaco de escasos 16 o 17 años fuera en realidad un vulgar matón. Se negaba a dar crédito a su palabra, se resistía a pensar que el país estaba tan podrido para que hoy ésta fuera su cotidianidad y los adolescentes, en lugar de pensar en la novia, estuvieran dedicados a quitarle la vida a sus semejantes.

Se estremeció de solo pensarlo. Muchas veces en los noticieros había visto dantescas escenas de la terrible violencia que desde hace años asola a México. Al principio le escandalizaban, pero a fuerza de ver una y otra vez las mismas imágenes hoy ya le parecían algo normal.

 Pero una cosa era verlo por televisión, saber que esos casos sucedían en algún lugar del país y otra muy distinta estar ante la posibilidad de tenerlo frente a sí. Le aterraba pensar que la violencia, antes lejana y distante, ahora era una presencia cada vez más cercana, más real.

 Nunca había visto a un asesino. No sabía cómo reaccionaban después de cometer una fechoría. Imaginó que alguien que acaba de consumar un crimen estaría desquiciado, fuera de sí. Sin embargo, el joven que sostenía la caja en sus manos en absoluto mostraba algún tipo de alteración.

 No parece un homicida, pensó. Además, se necesitaría tener bastante sangre fría para haber matado a alguien y andar muy tranquilo con la prueba del delito en un transporte público.

 Pequeñas gotas de sudor le empezaron a escurrir sobre su rostro. Ese jovencito de ralos cabellos había logrado ponerlo nervioso.

 Pero es un niño, se dijo nuevamente como tratando de convencerse de algo, y luego meditó: pero un niño en medio de una estúpida guerra contra el narcotráfico que, según había leído recientemente, ha dejado 45 mil menores de edad al servicio de los cárteles de la droga.

 Entonces, farfulló, todo cobra sentido, todo es posible. Este hijo de la chingada es muy capaz de traer en esa caja la cabeza de alguien a quien haya asesinado. Pero ¿a dónde la lleva? ¿Para qué la quiere?

 Como si hubiera escuchado sus dudas, le dijo La llevo para que la vea el patrón y sepa que puede contar conmigo. Quiero demostrarle que estoy dispuesto a todo para que me tenga confianza.

 Rubén se quedó atónito. Cuando aquel joven pronunció aquellas palabras parecía haberlas dicho más para sí mismo que para su interlocutor. Su rostro adoptó un semblante hosco, de seriedad absoluta, su mirada parecía ausente.

 Cada vez estaba más convencido de que, efectivamente, estaba frente a un niño sicario y lo que éste le estaba contando no era una fanfarronería, sino una triste realidad.

 ¿Será que este cabrón tenga novia y con esas mismas manos que dice haber matado a una persona la abraza a ella? ¿Podrá verla con ternura luego de haber estado poseído por el odio? ¿A sus padres podrá mirarlos a la cara sin ningún tipo de remordimiento? ¿En qué momento torció su vida?

 Una vez más la delgada voz de su inusual compañero de viaje cortó de tajo sus reflexiones.

         ¿Quieres ver la cabeza?, cuestionó el joven justo cuando llegaban a su destino.

 Rubén se le quedó mirando por un segundo sin saber qué responder, pero casi instintivamente, como si fuera una fuerza ajena y superior que no pudiera controlar, surgió de su ser un sonido apenas audible.

 Ok, respondió con voz temblorosa y cagándose de miedo.

             El tren detuvo su andar y abrió sus puertas. Los pocos pasajeros abandonaron los vagones. Unos lo hicieron con total parsimonia, otros apuraron el paso.

 El joven sicario, con su caja en las manos, no se movió de su asiento.

Al igual que lo hizo todo el camino, mantenía la mirada fija en el lugar vacío de enfrente.

 Ya ves, pinche Rubén, te dije que no te metieras, te advertí muchas veces que este mundo no era para ti. Cerró los ojos y gruesas lágrimas comenzaron a rodar por su rostro. Con su mano derecha se mesó el cabello con desesperación. Esa voz lo seguía atormentando, no había dejado de escucharla todo el día y en todas partes.

 En ese momento, el policía de la estación asomó medio cuerpo sobre el vagón y le dijo con desgano: Ya llegamos, desaloja chavo.

Mario Rojas R.


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