La broma
Los ojos de la vecindad no daban crédito a los hechos: jamás imaginaron que a sus vecinos les sucediera semejante atrocidad.
Hubo
gritos antes de que sujetaran a Uberto Suárez y lo sacaran entre cuatro
policías enrollado entre cobijas, dicen que mordió a dos antes de caer de
bruces al intentar trepar por la pared. El hilo de sangre que escurría del
cuerpo de su esposa Valentina, cubierto con una sábana blanca, se perdió al
subirlo a la ambulancia.
Sus
mentes no lograban engarzar los hechos.
El
señor Suarez era muy bromista y no perdía oportunidad de divertirse a costa de su
esposa: compraba ratones, pistolitas eléctricas, goma de mascar con chile y
cuanta cosa encontrara en el mercado de sonora. En una ocasión, le echó a la
bebida una cucaracha de plástico encerrada en un cubo de hielo; ella pegó un
salto y le aventó el vaso.
Le
rogó que lo perdonara, recordándole que era parte de su. Ella se limitó a
mirarlo con severidad, seguro en ese momento maquinaba su venganza. Uberto lo
presintió y anduvo muy solícito en los días siguientes. No dijo nada al ver la
casa sin asear; sin embargo, cuando consideró urgente y tomó el sacudidor para eliminar
unas telarañas, ella le gritoneo como loca; así que mejor se encerró en su
habitación.
No
teniendo en qué ocupar su tiempo, desempolvo su cajita de bromas, las
contempló, suspiró y las guardó hasta el fondo del ropero, imaginando que
podían desaparecer en algún momento.
Una
noche, Uberto se despertó con la inquietud de que trepaban arañas por la cama. Tal
era la sensación que a ratos iba al baño a sacudirse de pies a cabeza, incluso
se bañó y se cambió el pijama. No era inmune al miedo o a fobias de animales
rastreros o arácnidos, pero sabía que el secreto estaba en no pensar.
Al
tercer día, al verlo sin apetito, con terribles dolores de cabeza, ojeras
azules y con una oreja hinchada de tanto rascarse, la señora Valentina decidió
llevarlo al doctor. Lo revisaron, le hicieron mil preguntas, le mandaron
análisis de cuanto se le ocurrió al galeno, pero nada parecía tener sentido. La
señora Valentina no podía verlo, parecía angustiada y andaba con cara de culpabilidad.
Se atrevió a comentar que hacía dos noches su esposo soñó con terribles arácnidos
acechando la cama. El doctor la miró con conmiseración y no hizo el más mínimo caso.
Ella intentó continuar, pero la atención del especialista se encontraba en otro
lado.
La
casa de la vecindad parecía más oscura, nadie sabía de los acontecimientos que
se desarrollaban al interior. Al día siguiente a la visita médica el Señor
Suárez había cambiado en forma extrema, parecía que el problema había tocado
fondo y ayudado por las vitaminas y otros fármacos, regresó su apetito, aunque
sólo de carne, mucha carne, los dolores de cabeza desaparecieron; sin embargo,
sus ojos se tornaron más severos y las ojeras se agudizaron.
La
señora sólo salía al mercado, se notaba cansada, más delgada; los lentes
oscuros simulaban un rostro marchito. Pómulos hundidos y ojos cansados, le
acentuaban una extraña oscuridad. Su esposo no asomaba la cabeza. Las luces de
la casa ya no se encendían.
Pasaron
días sin que se detectaran movimientos en el interior de la casa. Daba la
sensación de estar abandonada. Ella ya no salía ni al mercado.
Una
noche, antes de la llegada de los policías, la señora, con el cuerpo mordido en
varios puntos, reflexionaba en que no había tenido el valor de enfrentar las
consecuencias, si es que alguien pudiera creer su historia:
Recordaba
haber dejado que la casa se llenara de arañas, justo para preparar la broma:
Uberto Suarez le temía a los arácnidos, lo sabía. Se llenaría de valor para atrapar
una y echársela cuando estuviera dormido para que supiera lo que es el miedo. Pero
no sucedió así: la colocó en su oreja, pero éste despertó hasta entrada la
noche; cuando fue al baño a sacudirse, ella buscó al arácnido entre las
sábanas, pero no encontró rastro alguno. Ahora no quería deducir las
consecuencias.
Se
había quedado dormida, su cuerpo estaba cansado y débil, sabía que ya no había
nada qué hacer, las cosas habían trascendido más allá de lo que nadie se
hubiera imaginado. Al despertar, la penumbra de la casa era completa, sólo
distinguió unos ojillos rojos y brillantes acechando arriba de la cómoda. Suspiró,
se encomendó a Dios y cerró los ojos.
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Guillermo Torres |
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