Un pedazo de su corazón

 



Renata toma impulso, levanta la varilla de hierro y con todas sus fuerzas la deja caer sobre la tierra. Ya enterrada, da todavía uno, dos y hasta tres empujones más para que se incruste tan hondo como sea posible.

En cada esfuerzo, esta mujer de poco más de cuarenta años, deposita toda su esperanza, pero también el dolor y la angustia que laceran su alma.

Segundos después, con cierta dificultad saca ese objeto en forma de T que se ha convertido en símbolo de su resistencia y se la acerca a la nariz para descubrir si el olor que se le impregnó es a tierra mojada o a muerto.

Hasta hace poco, su rutina era diferente. Sus mayores preocupaciones eran mantener la casa en orden, lograr que el escaso dinero rindiera, decidir si ese día cocinaría ejotes con huevo o una ensalada de atún y estar pendiente de su esposo y de sus hijos, la mayor de 18 y el menor de 15.

Su familia había sido siempre su mayor tesoro y todos sus afanes se enfocaban en mantenerla unida y feliz.

Pero tres años atrás, su mundo se derrumbó y en un instante la felicidad construida día tras día transmutó en congoja y desesperación.

Su hija salió a hacer algunas compras y no regresó. No ha vuelto a saber nada de ella.

Desde el primer momento se dio a la tarea de buscarla, habló con amigos y familiares, se presentó en todas las oficinas de gobierno a denunciar su desaparición, fue a su escuela, recreó el camino que pudo haber recorrido, habló con vecinos, y nadie pudo decirle algo que calmara su impaciencia.

Entonces, empezó su viacrucis. Porque, aun con todo en contra, nunca se ha dado por vencida.

Es su hija y no se detendrá hasta encontrarla. De hecho, la vida de Renata hoy gira en torno a esa búsqueda incesante.

Esa fecha, luego de llamar con insistencia al celular de su primogénita sin obtener respuesta, comenzaron sus noches de insomnio, de ansiedades, de pesadillas, de malvivir.

Porque ella ya no vive y si está aquí es para buscarla. Todo lo que hace o deja de hacer es en función de su retoño.

Aun cuando las lágrimas parecen habérsele secado, en su interior Renata siente un dolor que quema. Para ella, todo ha perdido sentido: las palabras surgen con dificultad, las sonrisas, antes prestas y solícitas, desaparecieron de su rostro, se alimenta sin gusto y el tiempo parece haberse detenido.

Lo peor es la incertidumbre, no saber si su hija está viva o muerta.

Ha escuchado tantas historias que no puede dejar de imaginar que a su Fernanda la tienen prostituyéndose o que se la llevaron de esclava a otro país o que la destazaron para extraerle los órganos.

Esa es la angustia más grande: no saber la verdad y dejar, entonces, que su mente imagine distintas posibilidades, una más atroz que la anterior.

Por eso ha buscado consuelo en la palabra divina y en la psicología.

Ambas le han pedido que acepte los hechos y no alimente falsas expectativas, que se resigne y deje ir a su hija con Dios. Pero ella se resiste porque no sabe qué le va a entregar al Supremo, como ella lo llama, si no tiene nada, si no sabe nada.

Lo ha intentado todo. Ha buscado, literal, hasta por debajo de las piedras y ante los nulos resultados, la fe se debilita.

− ¿Señora Renata?

− Sí, dígame…

− En el predio que está al pie de la Calle 36 y Avenida 15 hay restos humanos −, le dijo una voz anónima que de inmediato colgó.

Un macabro mensaje, enciende una pequeña luz de esperanza.

Ante la indolencia de las autoridades, ella y muchas otras madres con las que ha unido fuerzas, toman picos, palas y sus emblemáticas varillas para emprender el camino señalado. La ilusión de recuperar ese pedazo de su corazón que le arrancaron intempestivamente, guía sus pasos.

En el camino reza y se espanta con sus pensamientos. Al mismo tiempo quiere y no quiere que su hija esté entre esos cadáveres putrefactos. Si se encuentra ahí, al tener al menos un lugar donde rezarle, quizá recupere un poco de la paz perdida. Pero si no está, todavía habrá una pequeña ilusión de encontrarla viva.

Poco más de mil días después, Renata levanta la varilla de hierro y la deja caer con todo su peso, como si con esa acción enterrara también la tristeza y exasperación que desde ese infausto día se apoderaron de su vida.

Mario Rojas R.


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