(…) Líbrame, oh Dios, de la deuda de sangre,
Dios de mi salvación,
y aclamará mi lengua tu justicia (…)
Salmo 50
Es
una noche de nubarrones, las calles lodosas de la antigua capital azteca
conocen tan solo la luz natural y la que sale de las viviendas españolas
asentadas hace cosa de un siglo. En un confesionario del convento de San
Francisco, el más grande de toda la América, que alberga en sus treinta mil
metros cuadrados: hospital, celdas donde habitan los monjes, cementerio,
convento, huerta y atrio, la tenue luz de la luna distingue las sombras de dos
hombres: uno tiembla y otro aguarda impasible, una confesión que no llega.
II
De
Don Juan Manuel de Solórzano, maduro y adinerado caballero en su quinta década,
de estatura elevada, pálida fisonomía, espesa barba negra y ojos centelleantes,
pequeños y hundidos, tan arrogante como su fortuna lo dispensa, se cuentan mil
historias: que es virtuoso y arrojado y valiente y devoto y fiel cristiano;
pero también y, sobre todo, un hombre misterioso. De noche, con frecuencia,
envuelto en una gran capa que cubre su vestimenta negra, se le encuentra en
callejuelas sombrías, visitando casas de dudosa reputación.
Siendo
el Privado del Marqués de Cadereyta, Virrey de la Nueva España, entra y sale de
palacio a cualquier hora del día y de la noche. Camina en el paraíso que le
dispensa su poder. Y como todo hombre encumbrado, las maledicencias están
presentes, pero él, altanero, se cruza de brazos. En los pasillos del palacio
virreinal, en las polvorientas e inmundas calles y en las tertulias de las
reducidas familias españolas que habitan la Ciudad, siente cómo acechan sus
pasos; los murmullos resultan tan escandalosos como una pecadora en burdel,
piensa con burla, con el ego excitado. Con satisfacción, disfruta del destino
que ha labrado su fama, su fortuna y la bendición de su amigo, el más poderoso
hombre de estas tierras que San Hipólito protege.
Las
encomiendas de su protector y la administración de sus bienes le han distraído
para formar familia. Resuelto a subsanarlo y continuar en el ascenso del
paraíso, consigue la mano de una joven y distinguida dama, hija de un minero
zacatecano. Con ello, sopesa que dará lustre a su linaje en los siglos
venideros y engrosará, con la cuantiosa dote que acompaña el trofeo, su
fortuna. Un hombre enaltecido en su soberbia, frío y calculador en sus acciones.
Así logrará, si Dios lo permite, que sus acérrimos enemigos y miembros de la
Audiencia Real chillen de rabia, por su insolente inteligencia. ¡Malditos
hipócritas!, piensa, mientras se frota las manos en la imaginación de su
hermosa mujer y los bienes que bailan en torno a ella.
La
joven Mariana es una delicia, la presenta con los virreyes y quedan encantados
con su belleza natural y su amable trato. Quizás es lo único que ha logrado
venerar en su vida, honorable caballero, le murmura el corazón, mientras
sonríe y se rinde a los pies de su vanidad satisfecha…
Luego
de un año, los preparativos de la procesión del pendón al templo de San
Hipólito le recuerdan que el tiempo transcurre y los sueños de formar familia
se esfuman: asiste a misa, costea la reconstrucción de la catedral y mantiene
limpia su consciencia mediante la confesión; pero la gracia del santoral le
niegan el deseo de un vástago.
Así,
en un santiamén, de la alegría con su hermosa mujer y la devoción por un
milagro, pasa a una honda melancolía en que nada lo consuela: sus mejillas
hundidas, sus ojos morados en derredor y su semblante macilento, le confieren
ese aire mortuorio que lo acompañará hasta el final. La paciencia no es lo
suyo, es una flaca esperanza que justifica a los débiles. El desconsuelo lo ahoga.
Las palabras del sabio franciscano ya no encuentran eco en el corazón de Don
Juan Manuel. La vida se ha burlado de mí, se repite sin cesar, mientras
reza con forzada devoción en su celda del convento de San Francisco, donde ha
recluido su pesar y su vergüenza. El golpe final lo recibe con un anónimo su
querubín ha sido vista con cierto caballero de dudosa moral…
III
Una
noche de lluvia, en que el laberinto de su mente lo ha encaminado a lo más
profundo del convento, más allá de las celdas y del huerto, donde se encuentra
el camposanto, recargado en una piedra, decide resolver sus asuntos: tomaré
los hábitos franciscanos, traeré a mi sobrino Ignacio para administrar mis
bienes, encerraré a Mariana en un convento y limpiaré mi honor: ¡juro por el
mismísimo demonio que me vengaré de esta afrenta!
A
sus últimas palabras, un rayo ilumina las tumbas: una figura de perfil inhumano
se insinúa entre las sombras. La persistente llovizna, la oscuridad y un gélido
frío que de súbito se instala en su espalda, lo sorprenden y desenvaina su
espada, por no hallar más qué hacer; y al grito de: ¡Por Santiago!, ¿quién vive
allí?, obtiene un pesado y hondo silencio. Es valiente, pero aquello no es
de Dios. Siente balancearse entre este mundo terrenal y uno acaso siniestro.
Mira por instinto a un lado, a otro; busca, como un animal acorralado, salvar
camino, aunque lo intuye infructuoso. Lo paraliza la voz: ¿quiere saber
quién ha osado deshonrarle?, yo se lo puedo señalar. Los cabellos se le erizan,
la piel se hiela, pero los celos que le consumen las entrañas por su honor
mancillado y que lo convencen de no hallar consuelo en lo que le resta de vida,
detienen su aturdimiento y pregunta, sin que sonido alguno salga de su boca: ¿qué
quiere? Intuye la respuesta: Su voluntad y su alma eterna, caballero.
Resuelto, pregunta en lo oscuro de su pensamiento: ¿qué debo hacer?...
La
calle de Don Juan Manuel de Solórzano tiene un aspecto triste de día y lúgubre
de noche, compuesta por casas de grandes zaguanes que asemejan castillos con
cornisas de estilo churrigueresco; aún existen solares deshabitados y huertas
que se asoman a calles sin empedrar. Todo el trazo le pertenece.
La
primera noche cerrada de septiembre, mientras el sereno duerme tranquilo en su
capote azul y el eco del silencio se esparce por los rincones; un hombre
detiene su marcha, a sus espaldas escucha que le preguntan:
─
Disculpe, ¿sabe usted qué hora es?
─
Las once de la noche, caballero.
─
Bendito usted, que conoce la hora en que va a morir.
Acto
seguido, clava con determinación su daga de damasco sobre el estómago y corta
de tajo el cuello, una muerte rápida, el cuerpo queda sembrado en el lodo de su
sangre. Con el corazón que parece estallarle en el pecho, la frente sudorosa y
las piernas que no le sostienen, espera en las sombras alguna señal del
maligno: ¡tiene que ser este el desgraciado que ha mancillado mi honor!,
lo piensa más como una imploración. Las horas se suceden con rabiosa lentitud,
pero no hay caso… Es una necedad seguir allí. Se refugia en su casa.
Días
que se convierten en semanas de sangre y lodo a lo largo de la calle de Don
Juan Manuel, no pasan desapercibidas por las autoridades. Las primeras muertes
se antojan normales en una metrópoli que carece de vigilancia y que, luego de
las ocho de la noche quedan a merced de las ánimas, que la gente escucha, huele
y atestigua su endemoniada presencia en esa calle. Todo apunta al dueño de
aquella zona, pero ¿cómo acusar a un distinguido miembro de la sociedad y amigo
del Virrey? Un caballero virtuoso, a todas luces.
Triste
y vacío, aún asiste a misa, pero ya no visita a su amigo en palacio, ni
cohabita con su mujer. La Ciudad se llena de terror. Nadie sale después de que
la luz desaparece en el oscuro capote de la noche.
Tantos
desgraciados que ha segado con su puñal y no hay señas del culpable. Decide
enfrentar al maldito embaucador. Se presenta en el cementerio del convento. El
frío que de súbito le invade y ese nauseabundo olor a podredumbre, anuncia su
presencia. Las fuerzas le traicionan, solo el orgullo de caballero lo mantienen
en pie para articular palabra: ¿quién ha sido? Se lo imploro… mi señor.
Cae de rodillas y sus oídos se convencen de lo que cree una promesa: Mañana
a las once de la noche lo sabrá, caballero... Mueve el cuello de escamas
como sopesando lo siguiente, sonríe con cinismo y remata: le aseguro que
pronto le quitaré el peso de su atribulado corazón, si usted me lo permite…
Las últimas palabras lo aturden, la repulsión a esa sonrisa demoniaca es el
preludio: su cuerpo se retuerce de horror al sentir cómo sus entrañas se sacian
de placer en las del maligno. Vomita sin reparo, ni precaución.
El
orgullo mancillado es un instrumento de ciega venganza, un rostro desesperado
que refleja la mueca de los sin vida. Ya no siente ni placer, ni dolor por la
existencia, ni piedad por esos desgraciados acuchillados, ni temor por su propia
alma. Reza sin convicción alguna. Podría darse muerte en ese instante con el
mismo puñal justiciero, pero necesita saber quién mancilló y pisoteó lo más
querido que le había dado la vida. Encerrado en su celda, se siente burlado. A
pesar de su falta de energía, acudirá al día siguiente a la cita: quizá,
quizá sea él a quien busco, si no, que se lo cargue también el diablo. ¡Por
Santiago, que se lo cargue!
La
noche del día siguiente, visita al sabio de San Francisco, llora, pero no puede
confesar, es pesado el dolor de su pecado y la bajeza de su alma. El monje
intuye su relación con los asesinatos. No le concede la absolución. No puede
ser; es inútil, lo siento. Sale rumbo a su casa, cerca de ella se agazapa
en un zaguán. Espera la hora marcada por el maldito. Poco antes de la media
noche lágrimas que salen sin recato le traicionan: no hay quien responda en la
calle, ni consuelo por el rencor a su destino. Justo cuando se dispone a
abandonar su improvisado resguardo, un caballero se asoma por la esquina: es
él, piensa. Luego del consabido diálogo, Don Juan Manuel lo condena:
─
Bendito usted, que conoce la hora en que va a morir ─y clava su daga en lo más
profundo del corazón, uno, dos, tres… trece, veinte, treinta veces… En su mente
escucha la maldita risa a cada estocada. Lo ha reducido a un hilacho de carne,
la sangre oculta cualquier forma de cuerpo. Queda exhausto y un profundo dolor
le impide levantarse. Con lo último, se arrastra a su casa.
Al
amanecer el ruido de la calle lo despierta, hay gente gritando fuera de su
propiedad. Tocan a la puerta. No hay remedio. Son cuatro gendarmes que llevan
un chorreante bulto de carne en una cobija.
─
¿Es usted Don Juan Manuel de Solórzano? ─no hila palabras─ lo han encontrado
aquí afuera, parece que es su sobrino. ─Pierde el conocimiento.
Luego
de los funerales, regresa casi arrastrándose a su celda para hacer oración. El
monje lo visita:
─
Su penitencia, señor, será rezar durante tres noches, en punto de las doce, al
pie de la horca. ─No hay respuesta, pero sabe que debe cumplir.
IV
Más
tarde, se encamina a la catedral, allí en el atrio se encuentra la horca, donde
han sido ejecutados muchos herejes por sentencias inquisitoriales. Antes de
llegar, se inquieta por la presencia de personas detrás de él, cree que son las
que gritaban fuera de su casa. Se cubre con el capote; cuando siente que lo
pasan, descubre que no son más que sombras:
─
Ruega por el alma de Don Juan Manuel ─escucha, al tiempo que siente que le
jalan el cabello de la nuca. Lo acecha el mundo de los muertos. No puede
continuar.
La
siguiente noche su confesor le obliga a cumplir la penitencia. Su capacidad de
decisión está vacía. Al llegar a la horca, mira con terror aquellas ánimas desgraciadas
que segó con su puñal. Llevan a cuestas un féretro con él dentro, entonan el
misere:
Ten
piedad de mí, oh Dios, en tu bondad, por tu gran corazón, borra mi falta. Que
mi alma quede limpia de malicia, purifícame mi pecado…
Luego
de recuperarse, visita a su confesor; le ruega que lo absuelva, y este lo mira
como si ya habitara otro mundo: uno maligno. Rezaré por su alma, Don Juan
Manuel. Escucha con desconsuelo. Se retira, ya no hay nada para él…
Muy
temprano, aún sin amanecer, el sabio del templo de San Francisco se presenta en
la horca de la catedral. Se santigua, no le sorprende ver colgado ese guiñapo
que fue el orgulloso Don Juan Manuel de Solórzano. Al retirarse, un ser informe
salido de las sombras lo descuelga, hunde su garra izquierda y extrae su
marchito corazón; sonríe triunfal, olisquea esa nauseabunda carne podrida y lo
traga con delicioso placer. Ahora está listo para emprender el camino, nada le
estorba.
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Guillermo Torres |
Quizá más que los hechos, lo que encuentra el narrador es el mundo terrorífico que desde la clonial ciudad de México parece rehacerse, en ocasiones, con los más inesperados motivos en los más inesperados momentos. :-)
ResponderBorrarEstoy de acuerdo se crea una atmósfera de misterio alrededor de la narrativa que resulta buena al leer los hechos.
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