Chupón azul
─¿La puedo ayudar? ─dijo la enfermera malencarada del turno de la noche.
─No encuentro el chupón,
uno azul, su favorito.
─Señora, no está bien
que el niño use chupete.
─Tan solo tiene nueve meses, lo necesita para sentirse
un poco como si estuviera en su casa. No se duerme sin él.
La enfermera no respondió.
Marisol se fue
resignada con un dolor en el pecho como si le hubieran encajado una daga. Por
las noches no acompañaba a su pequeño, pues al ser hospital público estaba
prohibido que los papás durmieran ahí, pero si algo le doliera a Emiliano, no
encontraría el consuelo de los brazos maternos.
Después de darle un
beso en la frente, resignada se despidió de mí a quien también me habían pedido
abandonar la sala y dejar descansar a mi hijo que estaba internado por un tumor
en la rodilla. Marisol caminaba por el pasillo oscuro, mirando de reojo uno a
uno cada cubículo con unos seis niños. Era su rutina diaria, observar el
deterioro de los chicos, ver que a algunos los habían dado de alta u otros
simplemente ya no estaban. Cráneos sin cabello, ojos hundidos, conectados a las
quimioterapias o a los sueros, muchos con leucemia, otros con tremendos bultos
en el estómago o en el hígado como el pequeño Emiliano quien era el de menor
edad quien llamaba mucho la atención por su piel clara, sus enormes cachetes y
una mirada serena.
Marisol había sido muy
paciente desde que internaron a su bebé trece días antes. En el momento del
ingreso, escuchó a los doctores decir: “Te apuesto a que es un hepatoblastoma
con pronóstico de vida de tres meses, no más”. No entendió y nadie se tomó la
molestia de explicarle. “Es un caso muy delicado”, los escuchó decir una y otra
vez, pero no llegaban los resultados de los estudios y según los médicos no
podían dar un diagnóstico definitivo sin ellos. Ella me lo había contado un día
cualquiera, cuando te pones a hablar con otros papás porque no tienes otra cosa
que hacer.
─Exija sus derechos─ le
dije. A mí no me quieren aquí por revoltosa, pero se trata de la salud de nuestros
hijos.
─Tiene razón, volveré a
preguntar. ─Pero los médicos le dieron largas sin una respuesta.
A la mañana siguiente,
yo llegué primero, vi al pequeño Emiliano pálido. Marisol apareció unos veinte
minutos después. Encontró a su hijo con la frente empapada, los labios secos y
emitiendo un quejido bajito, pero constante. En el momento que lo vio supo que
era algo grave. Ninguna enfermera se había dado cuenta, pero en cuanto ella gritó,
llegaron como traídos por magia, tres doctores quienes le pidieron que se
hiciera a un lado.
─ ¡A quirófano! ─gritó
un médico.
─ ¿Qué tiene? ─preguntó
ella, cruzando los dedos de sus manos.
─ ¡No sabemos!
Vio alejarse a su hijo
en la camilla. Se veía nerviosa, invadida por un miedo intenso.
─Va a estar bien. ─Fue
lo único que me atreví a decirle.
Se dirigió a la sala de
espera donde pasaron más de cuatro horas para que finalmente le informaran que
el tumor en el hígado se había reventado.
No la volví a ver en piso,
fui a visitarla a la sala de espera de urgencias donde la encontré medio
recostada en una silla de plástico, tapada con un abrigo, pues el frío en esa
área del hospital era casi insoportable. La convencí de comer un pedazo de pan que
guardé de la charola de mi hijo, apenas lo probó. Era fuerte y al mismo tiempo parecía
tan sola, afrontando todo lo que viniera. Le pregunté si tenía más parientes
que la relevaran, me contestó que sí, pero únicamente dejaban subir una persona
a la vez y ella no quería separarse ni un instante. “Cuando despierte, debo
estar aquí”, me dijo. Lo que me encargó fue que le avisara por si aparecía el
chupón.
Marisol solo podía
pasar a terapia intensiva una vez diaria. Encontró a Emiliano hinchado, con un
color amarillo mostaza en todo su cuerpo. Después de ocho largos días, le
informaron que había mejorado. Por un instante creyó en el milagro. El bebé
estaba respondiendo a los medicamentos y le quitarían el respirador artificial.
Los médicos le contaron el plan a seguir: Si todo iba bien, al día siguiente lo
pasarían de nuevo a piso para darle por lo menos cinco ciclos de quimioterapias
y finalmente un trasplante de médula.
Esa noche llegaron mil
pensamientos a su cabeza. Deseaba la recuperación de su hijo, pero el peso de
la realidad era para ella demasiado duro, demasiado injusto, demasiado. Cuando el
bebé despertara, sabrían si había quedado con algún daño cerebral porque hubo
un momento donde le faltó el oxígeno, además las quimioterapias podrían acabar
con sus nulas defensas, lo cual era el mayor riesgo. Estaría imposibilitada para
dejar su trabajo por el alto costo del tratamiento, más el pago de una
enfermera para cuidar al niño en casa.
Entramos juntas a la
capilla, puso la vida de su hijo en manos de Dios, le suplicó en voz alta:
“Señor, te pido que si Emiliano va a sanar por completo nos dejes continuar,
pero no lo quiero ver sufrir”.
─¿Soy egoísta? ─me
preguntó. ─¿Una mamá debe pedirle a Dios que salve a su hijo cueste lo que
cueste? ─Un Dios del cual dudaba. La
tomé de la mano, no me atreví a emitir palabra alguna.
La tarde de ese mismo
día, justo cuando comenzaba la visita a terapia intensiva, entró a verlo; como
si la hubiera estado esperando, sus signos vitales comenzaron a descender. De
inmediato la sacaron de la sala, un médico le explicó que su niño había entrado
en crisis y minutos más tarde, le pidieron que pasara a despedirse de él. Acarició
su carita hinchada, su rostro sereno como de un ángel que por fin iría de
regreso a donde pertenecía.
Después de pasar la noche en vela en el hospital, le entregaron las pertenencias de Emiliano, entre las que se encontraban un mameluco, el material de curación que ya no utilizarían, los resultados de los estudios confirmando el diagnóstico y el desaparecido chupón azul. Marisol ya no quiso indagar ni quién lo tenía ni dónde lo encontraron, pero por fin pudo ponérselo al bebé en su féretro blanco para que no se sintiera solo en su viaje final, eso le trajo un ligero consuelo.
Mónica Herrera |
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