Dos minutos para la medianoche
El edificio residencial luce destruido. Donde antes había ventanas, hoy aparecen lúgubres huecos de inquietantes fondos negros. Tubos retorcidos se observan por todas partes. Miles de fragmentos yacen por el piso mientras pequeños rescoldos crepitan sin cesar.
Decenas de cadáveres conforman una mortuoria
alfombra que se extiende por el campo de batalla, al tiempo que un cementerio
de otrora lujosos autos ahora convertidos en chatarra carbonizada y sin
cristales, coronan el dantesco espectáculo.
La imagen es brutal.
Al ver aquel cuadro, Alfredo deja correr una
lágrima por su rostro moreno. Él había imaginado un futuro luminoso y próspero,
pero la realidad lo abofeteó sin clemencia y trastocó su paraíso por este
infierno.
En qué momento, reflexionó, decidió dejar su
natal San Fernando en Tamaulipas para viajar al otro lado del mundo.
No pudo dejar de escuchar la voz llena de
angustia de su madre que le suplicaba que no se fuera porque ni siquiera sabía
el idioma de ese país al que iba.
─¿Cómo se llama?
─Ucrania, mamá, Ucrania.
Pero él decidió correr el riesgo y vivir la
aventura.
Quién podía adivinar que precisamente ahí donde
buscaba un nuevo porvenir, se desataría una guerra.
Y hoy esa nación europea que le fascinó tanto cuando
por internet vio sus verdes y arboladas montañas, las imponentes iglesias y unos
edificios que parecían como castillos salidos de los cuentos infantiles que
leía de niño, estaba en ruinas.
Una sonrisa irónica se dibujó en su rostro
cuando pensó para sus adentros: Primero la pandemia y ahora la guerra. Qué
pinche suerte.
La noche anterior no pudo dormir. El estruendo
de los bombardeos y el fuego de artillería hizo que sus nervios sucumbieran.
Cada vez los oía más cerca. Cada vez, pensó, estamos más cerca del destino
final.
“Dos minutos para la medianoche/Las manos que
amenazan el destino/Dos minutos para la medianoche/Para matar a los no nacidos
en el vientre…”.
Le parecía irónico que Iron Maiden, su banda
favorita, describiera perfectamente lo que vivía.
El apocalipsis descrito por el grupo inglés estaba
ante sus ojos.
“La raza de asesinos o la semilla del demonio/el
glamour, la fortuna/el dolor/ ve a la guerra otra vez/la sangre es la mancha de
libertad…”.
Por eso, ya había decidido salir cuanto antes
de ese país europeo y volver a su amado terruño.
Para su buena suerte, las autoridades mexicanas
en aquella nación lo ayudaron a salir ileso.
Casi treinta y cinco horas después, llegó a su
tierra.
Se alegró de transitar por esa interminable carretera
que conducía a su pueblo. Pese a la violencia que asolaba a su comunidad, estar
en San Fernando le daba esa sensación de seguridad que da el encontrarse entre
los suyos.
Durante el trayecto buscó una cara conocida, pero
los pocos habitantes que cruzaron por su camino a esas horas de la noche
apuraban su paso para llegar a sus hogares. Muchas casas lucían abandonadas,
con sus puertas semi abiertas, pero sin rastro alguno de vida.
No le dio importancia. Pensó mejor en la carne
asada y el machacado con sus tortillas y frijoles que su madre le prometió
guisarle para recibirlo.
Era bueno estar de regreso, musitó para sus
adentros.
Un poco antes de llegar a su casa, sin embargo,
Alfredo fue detenido por un retén. A él y al chofer los hicieron bajar del
auto. Discutieron. Les aseguraron que eran soplones de la banda criminal
contraria. Intentaron demostrar su inocencia, pero de nada sirvió. Sin
miramientos, los acribillaron.
El estruendo de las metralletas fue
ensordecedor. Una lluvia de balas cayó sobre los cuerpos indefensos. Ambos
quedaron tirados y cubiertos de sangre.
El reloj marcaba dos minutos antes de la
medianoche.
“Mata por ganancias o dispara para mutilar/Pero no necesitamos una razón/El Ganso de Oro anda suelto/Y nunca estamos fuera de temporada…”
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