Morir de amor

 


                                                           

─Lamento decirte que los estudios ratificaron mi diagnóstico. Tienes cáncer…

La mirada de Francisco se quedó en el vacío. Las palabras que había pronunciado el doctor tuvieron en él un efecto anestésico.

Los segundos comenzaron a correr sin que pudiera articular una frase, mientras el galeno observaba solidario. Por experiencia sabía el trauma que para el paciente significaba recibir una noticia de ese tamaño.

─¿Y qué sigue, ya me voy a morir? ─preguntó finalmente Francisco.

─No, intentaremos vencer al tumor, pero para eso es necesario que te cuides y sigas al pie de la letra el tratamiento. Vienen una serie de análisis, quimioterapias y un proceso que será largo y desgastante, pero necesario.

El característico brillo de sus ojos se trastocó en un par de luces grises y opacas. No obstante, hizo acopio de fuerza para apuntar con el optimismo del que siempre había hecho gala:

─No se preocupe doctor, no me quiero morir y créame que le voy a dar la batalla a ese cáncer. Si me ha de llevar, le va a costar un chingo de trabajo.

Luego de salir del hospital, Francisco se fue a refugiar a su casa. Necesitaba pensar, asimilar cómo sería su vida a partir de ahora, cómo le comunicaría la mala nueva a su esposa.

De una cosa estaba seguro. Quería vivir, amaba a su mujer, gozaba la vida y estaba dispuesto a enfrentar lo que fuera con tal de seguir a su lado.

A Karen la había conocido en un concierto. Ambos eran fanáticos de Los Héroes del Silencio y luego de platicar y compartir una cerveza, se dieron cuenta que tenían muchas más cosas que los identificaban.

Se hicieron novios y muy pronto decidieron compartir sus vidas.

Durante casi una década habían sido inseparables. Ambos iban a conciertos, reuniones, conferencias, viajes.

─No te preocupes, mi amor, juntos vamos a enfrentar esto y saldremos adelante ─le dijo Karen al conocer la situación.

Francisco lo sabía. Jamás dudó ni un segundo de contar con el apoyo incondicional de su pareja, pero escucharlo lo hacía sentirse invencible, cualquier dolor era resistible si ella estaba a su lado.

Como lo había adelantado el doctor, vinieron tiempos difíciles.

Fueron meses y años complejos en los que la salud de Francisco era inestable. En ocasiones se sentía muy bien y en otras no quería ni levantarse de la cama.

Como consecuencia de la enfermedad, inevitablemente en distintos momentos ambos hicieron frente a quebrantos económicos, zozobra laboral, rutinas destruidas y repentinos cambios de humor.

No fue nada sencillo para ninguno de los dos, sin embargo, Karen y Francisco supieron resistir el vendaval.

En una de esas etapas en las que la enfermedad parecía haber cedido, ambos idearon un viaje con la intención de relajarse y acumular fuerzas para lo que pudiera venir en adelante.

Barajaron distintas opciones y eligieron su destino. Justo cuando decidieron irse a descansar, un fuerte dolor abdominal atacó a Karen. Unas náuseas y vómitos días antes le habían advertido que algo andaba mal en su cuerpo, pero ella ignoró esos síntomas para no darle una preocupación más a su amado.

Con celeridad, Francisco la subió al auto. Era más de medianoche y el tránsito estaba escaso, lo cual aprovechó para trasladarse a gran velocidad. Mientras un rictus de dolor se dibujaba en el rostro de Karen, la voz de Enrique Bunbury salía del reproductor.

El paraíso deviene en infierno/Y luego se queja/Y sin que nadie se mueva, ¿quién lo arregla? (En brazos de la fiebre).

Al llegar al nosocomio con prestancia atendieron a Karen, pero poco se pudo hacer. En cuestión de horas un shock séptico cobró una víctima más.

Para él, la noticia fue brutal. Ni siquiera cuando supo que tenía cáncer se sintió tan devastado. Esta vez, aquella imponente presencia de un hombre de complexión gruesa y 1.85 de estatura lucía severamente disminuida.

Apartarme de los ruidos que escuchábamos ayer/Perderme en el olvido solitario/Y echaré por tierra todo un mundo creado/Desde tiempos de Eva en un pozo sin fondo (Fuente Esperanza)

Para Francisco ya nada tenía sentido. Los deseos de vivir lo abandonaron y dejó de luchar. En cuestión de días su salud se deterioró.

─¿Qué necesitas, cabrón? ¿Qué puedo hacer por ti? ─le pregunté la última vez que lo vi.

─Nada, güey, ya solo estoy en espera ─me dijo con desolación.

A los pocos días una llamada telefónica confirmó que esa espera había terminado.

Mario Rojas R.


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