Que nadie sepa mi sufrir


 Sentada en una silla de plástico; mientras espera su turno, lo mira y no halla el hilo de las cosas. Su mente apagada le quita vitalidad. En el laberinto de su cabeza existen puertas, túneles, deseos, sueños.

En un lugar de ese laberinto se observa sentada alrededor de una mesa de madera. A su lado, mujeres jóvenes que fuman y charlan animadas. Es temprano y el lugar se va llenando; aún no es media noche.

Se acerca el que parece encargado de las chicas. Con palabras vagas, les indica que hoy es un buen día, que no se emborrachen, pero que hay que solicitar tragos, “ah, y no salgan con ningún fulano, esto no es putero, es un antro decente para bailar”. Se dibujan sonrisas incrédulas.

Había querido escapar de casa en otras ocasiones, pero no tenía idea de dónde ir. Se queja de su padre: “estoy harta de sus celos, me espanta a todos mis pretendientes”.

Al regreso de un día de compras por su cumpleaños, Marisol se encuentra con una fiesta sorpresa, organizada por su padre. Lo abraza con cariño, con gratitud. Se enternece por el detalle y escucha a sus amigos, primos y tías cómo aplauden entusiastas, cómo gritan su nombre y le dedican porras.

Se escucha música de la sonora dinamita, padre e hija a la pista, ninguna pareja se les compara, ella lo sabe. Sujeta de la cintura, se deja llevar y de algún modo seducir por esa música de arrabal, que es como el himno del barrio. A pesar de la edad, siente como se le insinúa una voluptuosa y sensual figura, un cuerpo firme por donde se asome la más morbosa y lasciva mirada: cabello negro, ojos y boca desafiantes, piel apiñonada; una falda que se acorta en cada pase y unos tacones que elevan la imaginación. Ella mira cómo contienen el aliento y estimulan sus ansias. Una pequeña con muchos alcances, contenida aún por la edad, piensa Marisol.

“No te asombres si te digo lo que fuiste:

un ingrato con mi pobre corazón…”

Don Pánfilo, un hombre maduro de algo más de sesenta años, de cuerpo atlético, bigotito recortado, cabello untado, camisa ajustada y relucientes zapatos, que sabe lo que es traer a una mujer comiendo de su mano, se mueve con soltura, con seguridad, luciendo a su niña, llevándola de allá a acá, en toda la pista. Se sabe rey y de muchas maneras lo demuestra: como si su hija fuera una princesa; como si el resto de los mortales fueran sólo mascotas. “El rey y sus mascotas” sonríe ante la frase.

En la sala de espera, su mente continúa divagando entre los laberintos de sus sorprendentes historias. En ciertos momentos, cuando parece despertar, mira la máscara de piedra de su padre. Y la imagen la sume nuevamente en sus pensamientos.

“Nunca volverá a saber de mí, esta ciudad es muy grande”, reflexiona. Puede ver con claridad al encargado. Ya no es una niña. Han pasado años y ese cuerpo ahora promete la gloria, el cielo y el infierno en un solo éxtasis. Se roba las miradas de los primeros clientes y hasta de sus compañeras de mesa. Está acostumbrada y le cuesta no someterse a la vanidad. Su espíritu desea conocer mundo, quitarse el yugo de su padre. Demasiada asfixia para un espíritu libre, para un cuerpo que transpira deseo, para una mujer que quiere ser diosa.

Ve acercarse al encargado, intenta evadirse, pero la detiene del brazo con fuerza y le dice con serenidad que hay un cliente. Lo mira desafiante, pero sigue sus instrucciones. Pide tragos de los “especiales”. Después de un rato, el hombre le dice que tome de la misma botella, ella accede y siente perderse, pero se recupera. Toda la noche está con él. Es un buen tipo, no deja de hablarle de la libertad y la palabrita le agrada. Bailan, pero no le permite sobrepasarse y él lo asume con tranquilidad: “no tiene pinta de fichera”, parece pensar él. Para casi terminar la noche, se escucha la sonora dinamita:

“…Y pensar que te adoraba tiernamente,

que a tu lado como nunca me sentí…”

Los acordes le recuerdan a Don Pánfilo. Toma la mano del cliente y lo arrastra a la pista. El resto de las parejas dejan de bailar para observarla. Siente cómo las miradas la celan, la odian, pero sobre todo la envidian. El vaivén de su cabellera, el ritmo de ese escultural cuerpo, la música de demoniaca sensualidad y el alcohol desencadenan un lujurioso espectáculo. Ella lo atestigua y cierra los ojos para que el recuerdo la recorra placenteramente por dentro y por fuera. Por momentos, los meseros detienen a clientes que, despojados de sus camisas, pretenden bailar con Marisol. Al terminar, la sacan como pueden y las otras mujeres toman parejas para tranquilizar los ánimos y cuidar el mobiliario.

A partir de esa noche, el lugar se llena para verla bailar. Ya no ficha. Contratan a un bailarín y sólo se realizan tres presentaciones por noche.

Sin tener noticias de su padre se imagina que la ha buscado incesantemente con sus amigos. La depresión acompaña a Don Pánfilo: llega a casa sólo para cambiarse de ropa; algunas veces con golpes, otras alcoholizado y otras oliendo a perfume de mujer y con labial en la camisa. Su esposa no dice nada, lo atiende como siempre. Pero nota cómo el correr de los días le pesan como años. La ausencia de su hija lo consume, se imagina Marisol.

“…Amor de mis amores, amor mío, ¿qué me hiciste?

que no puedo conformarme sin poderte contemplar.,,”

Los tragos y la locura que desencadena Marisol van en aumento, a cada presentación los clientes se multiplican aclamándola. Una noche, en un estado de casi locura termina en el suelo gritando; mientras el público extasiado, se contagia y la imitan aullando como locos.

Al fin les toca el turno a Marisol y Don Pánfilo, los pasan al consultorio. Ella escucha hablar a su padre:

-       Mi esposa y yo no entendemos lo que ha sucedido con nuestra nena, doctor. La tenemos muy consentida, no lo niego. Es muy vanidosa y tiene mucha imaginación, pero no es tan taruga. Desde niña le encanta el baile. El día de su cumpleaños le organizamos una fiesta; fue complicado porque no tiene amigos y con sus primos siempre se ha llevado muy mal, dicen que no la soportan, que es una creída y una altanera. Además, se burlan de ella porque siempre anda de minifalda a pesar de su obesidad mórbida. Después de la fiesta que le organizamos se encerró en su habitación, sólo nos habla para sus tragos “especiales”, dice. En la noche le mete duro a la cumbia, pero dice que por nada del mundo bailará más de tres tandas. La hemos traído porque podemos aguantar todo, todo doctor, menos los móndrigos aullidos a medianoche…

¿Qué gano con decir que un hombre cambió mi suerte?

Se burlarán de mí, que nadie sepa mi…..sufrir…”

Guillermo Torres


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