En el nombre del Padre
No tenía mucho que dejamos atrás los cuerpos de un escuadrón de Midas, aquellos grupos de desertores que prefirieron llenar sus bolsillos con objetos valiosos, pero cuando éstos dejaron de valer, les fue cada vez más difícil sobrevivir. Nadie hizo el intento por escudriñar entre sus cosas; únicamente los miramos cubiertos de blanco y seguimos, como habíamos hecho ya con anterioridad.
Todavía recuerdo
los rostros de mis colegas mientras marchábamos. Faltaba poco tiempo para
llegar a Sklova, pero lentamente el frío y la hambruna nos cobraban factura. Con
el pasar de los días el semblante de mis compañeros se desfiguraba cada vez
más, las cuencas de los ojos se hundían, los pómulos comenzaban a marcarse,
tanto, que, si alguien nos hubiera visto, pensaría que los muertos se
levantaron de entre sus tumbas, desempolvaron viejos rifles y echaron a andar
con el único objetivo de caminar en línea recta y quemar todo a su paso.
Cualquiera te
diría que lo más desolador es la ausencia de esperanza, pero con eso sólo demostraría
su inconciencia. Mis ojos vieron a más de uno morir pregonando un mañana
inexistente, uno que incluso hoy todavía se aprecia lejano.
Todo es tan
vívido, recién avistábamos un pequeño pueblo inconscientemente acelerábamos el
paso, hacíamos el esfuerzo a pesar de que nuestros pies se hundieran cada vez
más en la nieve y nuestras piernas ardieran por el esfuerzo. Sólo había una
meta, llegar primero. Con el pasar de malos tragos aprendimos que las iglesias
y los edificios de gobierno eran los menos provechosos, y sólo así fue como
desarrollamos un sexto sentido, la habilidad de las ratas, pensaba en aquél
entonces.
Nuestros ojos
enceguecidos por el brillo eran inútiles al entrar a las casas maltrechas por
quienes nos antecedieron. Pero tan pronto uno daba dos pasos dentro podía
concentrar las pocas energías en todo aquello que la guerra y la vida te
enseñan mal, olores, crujidos, silencios… las sensaciones no hacen más que
arremolinarse hasta que te atragantas y jalas aire a bocanadas.
Rápido, los
roperos, cajones y alacenas. Nada. Al piso. Acercas una oreja al suelo y
comienzas a golpear estratégicamente hasta recibir como respuesta un ruido
sordo.
Que no sea
oro, pensaba con fuerza. Que no lo sea, repito incesante mientras lucho por
retirar el tablón del piso.
Con un carajo…
otro crucifijo.
Miré con
detenimiento la figura. Tan bella y tan inútil como otras tantas, pensé.
Con desespero
la lancé hacia lo que en su momento fue una sala. Tenía que encontrar algo
pronto. No quería terminar como Jövich, o como Ilev, o como Griesha.
Sin darme
cuenta las lágrimas inundaron mi rostro.
Ahí estaba yo,
arrodillado en la cocina de un viejo pueblo olvidado. Una tenue luz entraba por
la ventana del fondo y le daba un tono aún más miserable a la escena. Un hombre
desesperanzado, sollozando en silencio mientras el vaho que exhala es el único
signo de su humanidad.
Ya era el tercer
día, pero, el tercero de cuántos más. Desde que abandonamos el frente no habíamos
hecho más que caminar sin la certeza de que alguien nos recibiría. Incluso,
entre la tropa corrió el rumor de que Sklova había caído hace días y en
realidad marchábamos hacia otro lado.
Fue Vlaus
quien lo dijo en la fogata. Para ese momento podía empeorar poco nuestro
panorama, pero aun así las miradas no lograron guardar el desamparo que causaba
la noticia. El enemigo cada día acortaba terreno con sus tanques y camiones,
mientras que nosotros teníamos que hurgar y arrastrarnos por poco más que
migajas.
Esa información
no hizo más que avivar la duda que todos teníamos muy en el fondo. Pero una
cosa era cierta, hace días que habíamos cruzado el punto de no retorno, las
posibilidades de desertar eran mínimas y ni qué decir sobre las posibilidades
de sobrevivir solo en estas condiciones.
Quienes
seguíamos despiertos cruzamos miradas con la resignación de una complicidad
maldita. Estábamos condenados. Para unos lo estábamos desde que el ministro
Volodievka movilizó las tropas para entrar a la guerra, para otros desde que la
capital decidió sacrificar el frente para pertrechar las murallas de la
ciudadela central. Yo pensaba otra cosa, algo que nadie había considerado, pero
que de haberlo dicho en voz alta sólo habría causado más pesadumbre en nuestras
conciencias.
Fue el silbato
del capitán Heltgër lo que interrumpió mi abstracción. Una vez reunidos en la
pequeña plaza del pueblo nos informó que pasaríamos la noche ahí. El mejor
lugar era una casa grande ubicada al norte, por lo menos conservaba algunas
ventanas. La orden fue que quienes aún tuvieran fuerzas trajeran cualquier cosa
que pudiera ser quemada en una fogata.
La noche, como
todas las anteriores fue cruda e inclemente. Los más débiles dormían al centro
de la formación y el resto nos repartíamos dependiendo de dónde habíamos
dormido anteriormente. Al final daba exactamente igual, nadie descansaba.
Durante aquellas
horas, esa voz enorme que cada quien tiene dentro suyo no paraba de maldecir el
día en que me enlisté en el ejército. En aquél entonces parecía una buena idea,
tomar las armas, buscar la gloria, pero ahora ese tiempo me resultaba tan
lejano y desdibujado que llegado a un punto de la memoria prefería no continuar.
Recordar tanto implica un gran riesgo para un soldado. Fue en ese momento cuando
me condené. Fui yo quien lo buscó, en realidad fuimos todos. Aquel día en que decidimos
llegar a las 07:00 a.m. al campo de prácticas de Bree para ser aceptados en el
Séptimo Pelotón de Voluntarios, sin saberlo, junto con nuestros rifles recibíamos
nuestros destinos.
II
El sexto día fue igual, el séptimo
también, sin santificación ni reposo, con la única diferencia de que alguien
encontró unas latas debajo de un ropero. Eventualmente perdimos la noción del
tiempo y nos concentramos en caminar.
Ahora lo
admito, no pude evitar sonreír, cuando por fin alcanzamos a distinguir el
campanario de Sklova y el humo de algunas fogatas. En ese momento eché una
mirada de satisfacción a quien iba a lado mío, sólo sabía que era granjero de
un pueblo cercano a Riebnna. Abstraído en la esperanza el ofrecimiento de un
cigarro me sorprendió.
Para este
punto habíamos dejado atrás las explosiones y las balas, pero el clima no
amainaba. El frío es igual para todos, nos decía el capitán. Si logramos
mantener este paso no nos alcanzarán nunca, repetía cada noche, no les pido
más, sólo mantener el paso.
Con el sol
sobre nuestros hombros entramos al campamento de Sklova. Definitivamente no era
el recibimiento que esperábamos, pero al menos la sensación de una noche
tranquila reconfortó nuestro espíritu agotado.
Llevábamos
poco más de una semana en retirada, escuché decir al capitán Heltgër mientras
se alejaba con un superior, venimos desde el frente de Dugelbaech. Después de que
diera su reporte, nos condujeron a una casa grande y vieja en donde los
tablones rechinaban con cada uno de nuestros pasos.
Aunque estaba
aliviado, no podía dejar de pensar. Por ahora es Sklova, pero quizá después tendremos
que desplazarnos más al norte, hacia Läsk, hacia Nulenburg, hacia Trieb, hasta
donde no nos alcancen jamás, únicamente logrando mantener el paso.
Nos ubicaron
en el ala este, donde estaban los sobrevivientes de la batalla de Bëhr. Aquella
no fue sólo la batalla más cruenta, sino también la derrota más dolorosa para
nuestro ejército.
Era una
habitación muy grande, probablemente en antaño fuera un gran comedor o un salón
para visitas. Ahora reconozco que los catres no estaban limpios, pero estaban
perfectamente ordenados y, aunque en el campamento ya no esperaban la llegada
de nadie más, había espacio de sobra. Eran dos grandes filas, cada una de unos
veinte catres, uno enfrente del otro. Sin pensarlo mucho cada quien eligió uno
y el silencio reinó durante un largo tiempo indefinido. Algunos durmieron,
mientras que los más afortunados aprovecharon para escribir cartas.
A pesar de la
tranquilidad del campamento, la zozobra no desaparecía de mi mente. No había
elegido ser soldado para que mi destino fuese huir del enemigo, pero estaba
convencido de que tampoco quería ser un mártir.
El golpe de
unos pasos aproximándose a la habitación atrajo la atención de varios, pero sabíamos
de antemano que entrara quien entrara no habría fuerzas para cuadrarse.
Soy el cadete
Vrajko, la comida está lista, anunció.
En ese momento
los cuerpos se movieron como no lo habían hecho desde el inicio de la guerra.
El aire enrarecido que nos acompañó desde la huida comenzó a circular y con
ello surgieron las primeras voces después de la tragedia.
Rápidamente,
la sala quedó vacía excepto por mí y unos cuantos soldados verdaderamente
agotados.
Tomé un minuto,
ahora las camas estaban desechas, lápices, botas y remedos de abrigos estaban
esparcidos por doquier; ya no era la misma habitación de hace unos minutos, al
igual que yo. Ya no sentía el mismo frío, tampoco el mismo cansancio, como si
un alivio profundo hubiera inundado algo más que mi cuerpo.
Junto a la
puerta, apenas como una pequeña marca del tiempo, advertí colgado un
viejo crucifijo blanco.
Antes de salir
lo miré con detenimiento, con alivio, casi con fe.
Miré mis manos
ajadas por el frío y sin pensarlo mucho me persigné.
Por los
siglos de los siglos…susurré mientras bajaba las escaleras.
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Iván Zayas Hernández |
Estimada CCC.
ResponderBorrarHe pensado durante un buen rato el contenido del cuento. (Me parece que se trata de una dramatizacion desde la mirada casi solipsista e individual: el padecimiento de haber aceptado la participación como soldado en acciones de guerra).
Y es posible que el narrador, se regocije en una noción de padecimiento pasivo, inevitable para quienes sólo se adaptan a circunstancias, sin luchar por modificarlas o modificarse a si mismos en algún intento de neutralizar, o revirar, o desestructurar esos hechos, casi trágicos.
Y posiblemente deba continuar dándole vueltas a ciertas expresiones en el cuento, que revelan algunas trampas que ponemos a nuestras formas de consciencia y acción.
🙂