Mi reino por un calcetín
Aquel sábado lo primero que hizo fue discar el teléfono de su amigo para despertarlo. Contestó su mamá, aún no se levantaba, ayer había llegado tarde de casa de Karla. Esperó un momento y la señora le preguntó si lo despertaba. No terminó de agradecerle cuando Demetrio estaba en la bocina para informarle que no iría al Ajusco: le habían caído de peso los tacos del mercado verde. Ricardo no preguntó si por la calidad o por la cantidad.
Cambió de
tema y le preguntó por Karla: quería saber si ya estaba cerrado ese trámite,
porque llegó tarde a su casa…
- ─Ah chingao, qué bien enterado estás. –le dijo
sorprendido Demetrio-
-
Para que veas de qué lado masca la iguana –se ufanó
Ricardo-
- ─¿Y quién más va a ir al Ajusco? –inquirió-
- ─Todos. –le respondió Ricardo, evadiendo lo que
realmente le preguntaba-
- ─¿Quiénes todos? –preguntó Demetrio con disimulo ─Mira, ya sabes quienes van a ir, no te hagas. Yo en tu lugar iría, Karla será muy linda, pero le encanta la atención, con todo respeto. En fin, ¿paso por ti o te sientes muy mal?
- ─Qué cabrón eres.
- ─No, pues como tú me digas.
- ─¿Pasas en veinte minutos?
- ─En quince estoy fuera de tu casa.
- ─Órale.
Después de
tres horas de batallar en el metro y el camión, que con dificultad sorteaba la
empinada carretera, una veintena de jóvenes llegaba a la terminal para dar
cuenta de unas buenas quesadillas de flor de calabaza, hongos, huitlacoche y
sopes de guisado: panza, queso, carne, papa. Demetrio, con gran esfuerzo y sujetándose
el estómago sólo los veía pasar. Hubo un momento en que desapareció. Luego se
le vio consumir un par de coca colas. Le dijo a Karla que había salido de su
casa bien desayunado. Ella se limitó a mirar su reloj, pero no mencionó que ya casi
era mediodía. A Ricardo también le pareció extraño, su amigo era un verdadero
troglodita: “lo de los tacos estuvo cabrón, entonces”, pensó y ya no pudo
terminar su quesadilla de huitlacoche con sesos.
En cuanto
llegó Mónica se le olvidó, se acercó a presumirle sus sandalias azules, Ricardo
le dijo que realmente eran lindas y sonrió para sus adentros, “el Ajusco es un
lugar frío y en junio las lluvias son frecuentes”, reflexionó. Echó un vistazo
para cerciorarse cuantas chicas calzaban la misma ingenuidad. Sonrió para sus
adentros, pero se lamentó un poco: sus converse blancos tampoco la pasarán bien.
En el
camino prosiguió la charla con Mónica, una chica que le giraba la piedra, al
menos por encima del promedio. En aquel tiempo estaba de moda Kundera, aunque
eran más comunes las referencias a la película que a sus libros y ella no
paraba de hablar de Sabina y su sexi sombrero. Pero no solo por eso Ricardo le
prestaba atención a la chica delgada, de cabello ondulado y piel clara: ella se
daba sus aires inspirada por el polaco; pero esos “terciojeans edoardos”, que
subían estrechos desde los tobillos y resaltaban, curva a curva, todo lo
resaltable, justificaban cualquier comentario seudoliterario. En momentos,
Ricardo interrumpía sus no santos pensamientos para puntualizar algo y elevar
así la “docta charla”. Pero la vista, cuando ella se adelantaba o cuando
Ricardo se retrasaba con cualquier pretexto, valía por mucho la perorata: ¡lucía
espectacular! Ella lo sabía y se lo hacía notar; él, no se daba por enterado,
pero se deleitaba con la vista.
El infinito
cielo azul, los enormes árboles mecidos por el aire, la amplia planicie a la
que bajaban y esos estrechos pantalones azul marino eran el más sublime paraíso
al que Ricardo podía aspirar en aquel momento de su vida.
Lo despertó
de su ensoñación su amigo cuando lo apartó para preguntarle si traía papel. No
sabía a qué se refería cuando hablaba de papel. De pronto se le abrió la sesera
y, después de reírse, le preguntó:
- ─Pendejo ¿y por qué no fuiste a los baños de la
terminal?
- ─Sí fui, pero hace una hora de eso.
- ─Pues aguántate, no hay de otra.
- ─Es que ya empieza el gorgoteo – resopló con angustia
Demetrio.
Ricardo no
aguantaba la risa, pero ante la mirada de “no seas cabrón” de su amigo, se puso
serio y con discreción preguntó a los cercanos si traían papel, aclarando que
no era para él, sino para una de las chavas. Mientras hacía las pesquisas, veía
los esfuerzos de Demetrio por caminar con normalidad de la mano de Karla.
Demetrio lo
seguía con la mirada para saber si había suerte. Ricardo hacía gestos de negación
y su amigo lo apuraba con guiños y apretones de mandíbula, cuidando de no
llamar la atención de Karla.
Cuando por
fin llegaron a una amplia planicie salieron pelotas de todo tipo: “fuchibol”,
americano, voleibol; había petacas, platillos voladores, incluso alguien
llevaba una soga para jalar. ¡Un día de campo que pintaba a las mil maravillas!
La mirada
de Ricardo seguía pendiente de su amigo: lo vio subir, casi con sus últimas
fuerzas, a una gran piedra, imaginando que allí los vientos se llevarían los olores
cada vez más pesados, frecuentes y más difíciles de aguantar, y tratando de
evadir los tirones de brazo de Karla para que participaran en lo de la soga: ya
se estaban organizando los equipos y todos lo reclamaban para el suyo. No
hallaba qué decir y buscaba con desesperación la mirada de su amigo.
Ricardo, atinadamente
se apresuró a organizar los equipos, no hizo mucho por ser equitativo, pero sí
por tener cerca a Mónica. “Por si requiere hablar del polaco”, se dijo con
sorna. Miraba de cuando en cuando a su amigo y a su novia, quien parecía estar
molesta. Con las piernas encogidas y esperando un milagro del cielo, sólo
atinaba a asentir con la cabeza todo lo que le recriminaba Karla. Se le notaba
rojo, incluso hinchado, según la mirada de Ricardo. Ella no paraba de hablar.
Cuando
terminó el juego e iniciaba la organización del siguiente, Ricardo, sin
noticias del papel, fue a verlos. Le resultó extraño que platicaran con
tranquilidad: él relajado, sin la mirada en el cielo y ella hablando ya serena.
Hasta se le figuró que su amigo había perdido peso, pero no, era imposible. Ricardo
entendió lo que había sucedido, y aunque tenía sus dudas de ciertos detalles,
prefirió no imaginar.
Demetrio,
al verlo se incorporó, se remangó los bajos del pantalón, mostró sus tenis y le
preguntó con esa voz de complicidad que tan practicada tenían: “¿verdad que no
traía calcetines?, dice Karla que sí”. Sus miradas se cruzaron y estallaron en
risas, no podían contenerse y ella, sin entender absolutamente nada, miró a ambos
y se retiró molesta: “par de pendejos”. A lo que aquel par les pareció más
gracioso aún: “¡Mi reino por un calcetín!”, gritaron al unísono y no pararon de
reír.
![]() |
Guillermo T.S. |
Aunque el escrito plantea simpatìa y complicidad con el accidente narrado, encuentro más oportuno destacar la cantidad de detalles inmediatos que tejen la trama con la que transcurre la aventura. Saludos, felicitaciones. :-)
ResponderBorrarGuillermo Torres, el autor, está de acuerdo contigo el buen relato de los detalles crea la atmósfera de complicidad entre los amigos.
ResponderBorrar